lunes, 27 de febrero de 2012

Despedida

Toda despedida es emotiva en cuanto deja atrás algo de nosotros mismos. (icarina)

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   Hoy he vuelto a la playa, a nuestra vieja playa. He disfrutado, como hacía años que no sucedía, sentándome junto a la orilla y dejando que el mar bañase mis pies descalzos. A lo lejos, he visto el malecón y he recordado los cálidos atardeceres en que tú me traías con el pretexto de ver el mar y aprovechabas mi inocencia para robarme un beso. ¡Qué iluso eras! ¿De verdad creías que yo no me moría por tus besos?

   Y como entonces, hoy también he hecho diminutos barcos de papel que luego he posado sobre las tranquilas aguas de este inmenso mar, jugando a descubrir qué dirección tomarían cada uno de ellos. Sin embargo, apenas se movían. Esa quietud me ha dado miedo; un miedo que jamás he sentido.

   He decidido dejar la playa y buscar otros sitios mejores. En Moscú está nevando ahora mismo, ¿a que no lo sabías? La gente circula por las calles escondida entre gruesos abrigos y raídos gorros de lana tratando de luchar contra el frío que hiela sus huesos y también sus vidas. En Venecia, sin embargo, hace sol. Cuando vengo por aquí, a veces, me encuentro a un chico joven que me mira y sonríe. Yo suelo ponerme bastante colorada cuando nos cruzamos. Nunca me ha hablado, pero si algún día lo hace le diré que estoy casada con mi gran amor.

   Me gusta contarte todas estas cosas y que tú me digas qué tal lo has pasado en el trabajo, cómo van las obras del parque que están construyendo junto a nuestra casa o qué tal le ha salido hoy la comida a doña Luisa; nunca fue una gran cocinera, pero sé que la mujer se esmera en prepararte buenos platos.

   Se acaba el día y debo volver a esta triste habitación blanca y a este silencio marchito y agobiante que nos rodea. Hoy no te has movido de mi lado; ni siquiera has soltado mi frágil mano engalanada de agujas y tubos. Aunque no te he oído, sé que has llorado y que no has sido capaz de escuchar todo cuanto hoy he querido contarte desde este cuerpo inmóvil. A ratos, te he visto mirar de reojo a esa máquina que está junto a la cabecera de mi cama; yo también la miro desde mis ojos cerrados y sé que tendrás que apagarla. Entonces, cuando llegue nuestra despedida, quisiera que, como hicieras allá en el malecón, aprovecharas mi inocencia para robarme un beso y dejes así en mis labios para siempre el sabor de los tuyos.

Icarina

miércoles, 1 de febrero de 2012

El tren de mi niñez


De pie, junto al andén central, cierro los ojos y aprieto los dedos dentro de mis puños también cerrados. Tomo aire hasta llenar mis pulmones y lo dejo escapar lentamente. Transcurre un segundo, dos, tres... Ya no veo a nadie, ni escucho nada; tan sólo siento, uno tras otro, los latidos de mi corazón. Y el tiempo sigue pasando muy lento; un minuto, dos, tres,...

Hace apenas unas horas que he salido de la cárcel, un hinóspito lugar donde he pasado los últimos quince años de mi vida y, en definitiva, mi juventud. Lo primero que he hecho ha sido regresar a este lugar que me vio nacer. Antes, aquí había calles y casas, casi todas antiguas como la mía, y viejas fábricas que poco a poco iban quedando abandonadas a su suerte y que nos servían a los niños del lugar para imaginar que éramos ladrones o policías o, por qué no, hombres de grandes negocios.  Y caminábamos conformando una imperfecta fila por las relucientes vías de la estación del Norte, sorteando los trenes con su cansino balanceo. Y saltábamos los andenes escondiéndonos en unas fábricas que considerábamos nuestras, esquivando las tejas que se desprendían del tejado o los cristales rotos de las ventanas que caían al suelo por efecto del aire.