miércoles, 1 de febrero de 2012

El tren de mi niñez


De pie, junto al andén central, cierro los ojos y aprieto los dedos dentro de mis puños también cerrados. Tomo aire hasta llenar mis pulmones y lo dejo escapar lentamente. Transcurre un segundo, dos, tres... Ya no veo a nadie, ni escucho nada; tan sólo siento, uno tras otro, los latidos de mi corazón. Y el tiempo sigue pasando muy lento; un minuto, dos, tres,...

Hace apenas unas horas que he salido de la cárcel, un hinóspito lugar donde he pasado los últimos quince años de mi vida y, en definitiva, mi juventud. Lo primero que he hecho ha sido regresar a este lugar que me vio nacer. Antes, aquí había calles y casas, casi todas antiguas como la mía, y viejas fábricas que poco a poco iban quedando abandonadas a su suerte y que nos servían a los niños del lugar para imaginar que éramos ladrones o policías o, por qué no, hombres de grandes negocios.  Y caminábamos conformando una imperfecta fila por las relucientes vías de la estación del Norte, sorteando los trenes con su cansino balanceo. Y saltábamos los andenes escondiéndonos en unas fábricas que considerábamos nuestras, esquivando las tejas que se desprendían del tejado o los cristales rotos de las ventanas que caían al suelo por efecto del aire.

Y entre aquellas vías conocí a Martina, que cada día las atravesaba para ir a trabajar. Y aprendí, como niño travieso que era, a seguirla en secreto y a observarla en la distancia hasta ser capaz de dibujar su rostro en mi mente con los ojos cerrados.  Hasta que un día le hablé y ella me permitió acompañarla por las mañanas.  Pero era por las tardes, cuando regresaba cansada de su trabajo, cuando me contaba las historias que conocía de aquellos trenes y de los amores que supuestamente habían surgido en ellos.

Y fue ella quien me contó en sus cartas diarias, sin faltar ninguna en esos quince años en que mi mundo sólo eran unos barrotes que me separaban del verdadero mundo, cómo ahora en lugar de aquellas fábricas viejas estaban estas otras vías, más nuevas y relucientes, en las que otros trenes más rápidos habían abandonado el ritmo cansino de antaño y jugaban con su velocidad a robarle tiempo al propio tiempo.

De pronto he notado como una suave mano se abría paso entre los dedos de mis puños cerrados; y después de tanto tiempo he sentido paz en mi interior. Y al respirar ya no olía a miedo ni a soledad, sino a recuerdos de mi niñez y a azahar. Al abrir los ojos he visto a Martina a mi lado y he sabido que, de nuevo, volveré a caminar junto a estas vías, pero siendo ahora yo el maquinista que conduzca el tren de mi vida, aunque para ello yo también tenga que robarle tiempo al tiempo como estos trenes nuevos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario