domingo, 24 de marzo de 2013

Caricias de seda....


 
   Afuera llovía y las gotas precipitadas desde el cielo discurrían salvajes por el cristal de la ventana, uniéndose a otras para crear cristalinos ríos que deformaban la realidad exterior hasta llegar al alféizar de la ventana. Una vez allí se volvían pausadas, conformando diminutos charcos en los que perdían la noción del tiempo, para instantes después, y empujadas por torrentes de gotas nuevas, proseguir su viaje hasta morir definitivamente en el suelo. Yo, desde el otro lado de la ventana, y como queriendo romper la barrera que me separaba de ellas, las seguía con el dedo en sus serpenteantes viajes. Había venido hasta el salón auxiliar para aislarme un poco del agobio que estaba produciendo en mí tantos comensales como habían acudido a la boda de mi hermana mayor. Y tan absorto estaba en estos juegos que no me percaté que ya no estaba solo.

  -¿Recuerdas cuando de niños corríamos bajo la lluvia y llegábamos a tu casa totalmente empapados? Tu madre te recriminaba que hubieras permitido que me mojara y tú no encontrabas las palabras adecuadas para defenderte. Yo, entre risas, te daba un beso –escuché a mi espalda.

   Antes de volverme cerré un instante los ojos y recordé las veces que había soñado con aquella voz en los últimos años y ahora...ahora susurraba cerca de mi. Marie se acercó también a la ventana e imitó mis movimientos anteriores, siguiendo con un dedo el curso de una gota de lluvia.

   -Me alegra mucho que hayas vuelto aunque sea sólo por un día. ¿Cuántos años hace ya que te marchaste? ¿Son ya quince años los que llevas casada? –dije casi tartamudeando como cuando era pequeño.

   -Sí, quince años ya. ¡Cómo pasa el tiempo! Y si al menos hubieran merecido la pena....  –había bajado la cabeza y jugaba ahora a entrelazar sus dedos- Tú no me has contestado aún a mi pregunta.

   -Sabes bien que sí me acuerdo. No he olvidado ninguno de los momentos que pasé contigo. Ni he podido olvidarte a ti. Tal vez pienses que estoy loco, pero a menudo hablo solo y digo tu nombre.

   Hacía fresco en la habitación; en la chimenea apenas había unas ascuas. Me acerqué y añadí algo más de leña. El fuego se avivó y rápidamente se escuchó el crepitar de las ramas más secas que comenzaban a ser devoradas por la vorágine de unas llamas multicolor.

   Pese a que no tenía en los ojos el brillo de otras épocas, Marie volvió a parecerme encantadora. El vestido de seda que había elegido para la ocasión parecía una segunda piel en su cuerpo, resaltando su silueta. Esta vez no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de besarla. Era lo único que tendría de ella: sus labios. Me acerqué y dejé que mis manos se fundieran en su cintura. Por un momento me pareció ver en ella la picardía de cuando era niña.

   -Marie, yo...nunca te dije que.... –se había iniciado en mi interior una enorme batalla por acertar a robarle el beso y que, a su vez, no trascendiera el enorme nerviosismo que me invadía.

   -Calla, no digas nada –con uno de sus dedos selló mis labios-. Tenemos la peligrosa costumbre de cambiar el destino cada vez que hablamos. Somos libres y nos encerramos en la cárcel de unas palabras que, a veces, hablan más que nosotros mismos.

   La besé. Había besado a otras mujeres, pero aquellos labios me supieron deliciosos. La vi cerrar los ojos y dejarse hacer. Mis manos torpes desprendieron uno a uno cada botón de su vestido. Despacio, recreándome en un tiempo que sólo podía ser mío, aparté aquella tela de sus hombros y el vestido se deslizó sin oponer resistencia. Sucumbí a cada suspiro, a cada milímetro de su piel también de seda. Mis manos iniciaron en sus pechos un ritual que ya no encontraría fin, tan sólo el del placer fraguado en la imaginación desde años atrás. El fuego, en aquel día lluvioso, reflejaba en la pared cada cadencioso movimiento de dos cuerpos que, hechos ya uno sólo, se amaban con pasión.

   Desperté totalmente sudoroso e inquieto. Acerqué mi mano hasta mi frente. Ardía. La fiebre se había adueñado de mí otro día más y me hacía delirar. Y como siempre, en mis desvaríos la veía a ella; la imaginaba acercándose a mí, hablándome al oído y entregándome ese cuerpo que jamás sería mío. Afuera llovía y las gotas precipitadas desde el cielo discurrían salvajes por el cristal de la ventana, uniéndose a otras para crear cristalinos ríos que deformaban la realidad exterior hasta llegar al alféizar de la ventana y después morir irremediablemente en el suelo.

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Caricias de Seda forma parte de la antología de relatos romáticos "Seda y Fuego" ideada y organizada por @kissabook . Descúbrela aquí. Te sorprenderá!!

martes, 12 de marzo de 2013

De esa primera vez....


   Sabía que este día había de llegar tarde o temprano. Me había preparado a conciencia porque entendía que un cúmulo de sensaciones difíciles de explicar se agolparían en mis ojos y, sin duda, harían temblar mis manos, tal vez hábiles y ya curtidas en la materia a la velocidad misma de los latidos que habrían de recorrer mis venas.

   Todo era propicio......la noche estrellada, el silencio apenas roto por una suave brisa que, en su acompasado vaivén, hacia golpear alguna rama próxima en los cristales de la ventana, la suave música haciéndose dueña de los compases de un tiempo apenas detenido entre pequeños instantes y el vino ya escanciado y esperando que el aire le diera cuerpo y absorbiera su aroma para impregnar después cualquier rincón de la habitación.

   Y ella también estaba allí, frente a mí. Solos los dos. No era la primera vez y tampoco sería la última. Pero no cabía duda que hoy, esta noche, sería irrepetible para ambos. La observé en silencio por unos instantes. Me ofrecía sin pudor su desnudez. Un tacto que ya conocía de mil veces anteriores y que, sin embargo, siempre volvía a ser nuevo para mí. 

   La tomé entre mis manos con la delicadeza de quien quiere ser dueño y servidor a la vez. Mis primeras dudas rápidamente se disiparon y dejé que mis manos se deslizaran por su pálida piel que poco a poco iba siendo mía. Puro goce. Y la sonrisa ya más tranquila que aparecía incansable en mis labios por la satisfacción de un deseo cumplido.

   Y una tras otra fui dejando mis letras y aquella hoja de papel, blanca y desnuda al comienzo, fue vistiéndose de palabras, de frases, de versos y, sobre todo, de sentimientos para hacer de ella, de esa virginal hoja, la mejor carta de amor que jamás en mi vida volvería a escribir

martes, 5 de marzo de 2013

Mis palabras.....


   Algunas mañanas, cuando salgo a correr, me detengo junto a la marquesina del tranvía observando como ese artefacto metálico y rudo camina monótono en su eterno e invariable trayecto de ida y vuelta por un camino, también metálico como él, siempre predecible. Hoy, a diferencia de la mayor parte de los días y pese a las leves gotas de lluvia que caían, no había nadie en la marquesina. Quizá por ello he podido ver un cartel grande y lleno de colores que ya no recuerdo qué anunciaba. En él había fotografiada una mujer, medio recostada y apenas vestida con un trozo de tela blanco que dejaba al aire parte de su pecho y toda su espalda. Pese a los colores vivos con que todo estaba dibujado, el rostro de aquella mujer, apenas reconocible, denotaba un cierto grado de tristeza.

   He seguido mi marcha y aquella imagen seguía grabada en mi mente; no por la mujer, que sin duda era muy hermosa, sino porque me empeñaba en querer buscar una frase que descibiera aquella fotografía y no lo conseguía. Esta vieja costumbre mía de querer reducir todo a letras me estaba jugando una mala pasada. Era como si estuviese perdiendo la agilidad mental de otros tiempos.

   En mi afán por dar esquinazo a un fantasma al que llamamos olvido, y que de un tiempo a esta parte le gusta llevar la voz cantante entre esos entrañables miedos que todos guardamos en un rincón bajo la cama para que, cuando ellos quieran, hagan travesuras en nuestra vida, me he propuesto recordar cómo comencé a escribir y al rato una anécdota me ha hecho sonreír. El fantasma del olvido, seguro que muy enfadado, se ha tenido que volver de nuevo a esconder bajo la cama; al menos, hasta otro momento.

   Hace años, unos cuantos ya, en esos momentos en que todo era nuevo y los ojos se volvían grandes como platos ante cualquier descubrimiento, estando en el colegio tenía que escribir una redacción para clase de lengua y, aunque sabía lo que quería escribir, no encontraba las palabras con las que expresarme. Lleno de miedo se lo dije al maestro. Y aquel hombre, siempre serio, de voz cruda, de barba pelirroja, alto y desgarbado al andar y copia exacta de Fernando Fernán Gómez en su vejez, lejos de comerme como todos pensábamos que hacía cuando te acercabas a su mesa, puso su mano sobre mi hombro y, sin levantarse de su silla, me dijo: “No te preocupes, cuando las palabras estén ordenadas en tu cabeza decidirán salir y la historia se escribirá sola”.

   Yo me olvidé de aquella redacción y pasé toda la tarde jugando con mis amigos. A la mañana siguiente cuando comenzó la clase de lengua yo, sonriente como ningún otro niño, abrí mi cuaderno por la última página esperando que nos pidieran la tarea.

   -¡No está! ¡La redacción no se ha escrito! –dije con un hilo de voz que a penas si pude yo mismo oírme.

   -¿Qué te sucede? ¿A qué vienen esas lágrimas? –me preguntó el profesor.

   Yo no sabía qué contestar. Él me había dicho que la historia se escribiría sola y yo, con apenas seis años me lo había creído. Y era todo mentira. No me había comido cuando me acerqué, pero me había engañado. Se había reído de mí, y eso me dolía. Don Nicolás, como todos le llamábamos, se acercó a mí y entendió todo lo que pasaba. Me llevo a la pizarra y me dijo que escribiera lo que había sucedido y todo lo que sentía; que lo hiciera sin miedo. Le hice caso y, aunque temblando, escribí; escribí mucho.

   -Ves... –me dijo-, esa es tu redacción. Como sabías lo que querías escribir, las palabras han ido apareciendo solas. No lo olvides nunca. Las palabras hay que buscarlas, y escribirlas; pero también hay que dejarlas que nazcan solas. Sólo así habremos dicho algo bueno.

   Hoy, años mas tarde, sigo buscando palabras; quizá con más ahínco que otras veces por miedo a perderlas todas en cualquier momento. Y hoy, años más tarde, esas mismas palabras necesitan también nacer solas. Tal vez así sepa decir algo bueno a las miradas que las lean. Tal vez.....

domingo, 3 de marzo de 2013

A vueltas con mi nombre....


   Un día, mientras estaba en mi cafetería preferida tratando de dar sentido a un montón de letras que tenía a medio camino entre mi cabeza y un papel, se me acercó una  niña pequeña y, sin decir nada, se quedó en pie junto a mí viéndome escribir. Yo le sonreí y seguí ajetreado con mi tarea. A diferencia de otras ocasiones, esa mañana no me estaba resultando demasiado fácil plasmar entre unas líneas todo aquello que quería decir. La historia a escribir la conocía bien, tal vez demasiado bien. Como sucedía con casi todas las demás que había escrito, era un fragmento de mi vida. Sin embargo, lo que la diferenciaba de las demás era que me resultaba difícil sacar su esencia para con ella hacer un relato imaginado. Tal vez me estaba inmiscuyendo en una parcela demasiado íntima de mi vida que rechazaba verse escrita en otro lugar que no fuera el propio corazón y éste se oponía a ello con virulencia.

   Con un disimulo cada vez menor, aquella niña no perdía detalle de todo cuanto yo hacía y de todo cuanto escribía. Había veces en que incluso arqueaba su pequeño y delicado cuerpo para poder leer aquello que mi mano, el café o alguna sombra se lo impedía.

   -Señorita, ¿sabe usted que no está bien curiosear lo que hacen los demás? –le dije sin poder contener una sonrisa.

   -¿Qué escribes? ¿Y por qué tachas tanto?

   -Estoy tratando de escribir un cuento y si tacho es porque me equivoco.

   -Y si escribes un cuento, ¿por qué te molesta que lo esté yo leyendo si luego lo van a leer muchas personas?

   -Tienes toda la razón. -le contesté-. Haremos una cosa: cuando lo termine no se lo enseño a nadie hasta que otra vez te vuelva a ver y seas tú la primera en leerlo. Creo que te lo mereces. ¿Quieres?

   Debo entender que le hizo ilusión porque soltó un sí que seguro lo escuchó toda la ciudad. Al menos sí lo hicieron los demás clientes de la cafetería, pues todos volvieron la cabeza hacia mi mesa.


   -Cariño....no molestes a ese señor –se oyó decir a una mujer que, cuatro o cinco mesas más allá, conversaba entretenida con otras mujeres.


   -No mamá, no le estoy molestando. Le estoy ayudando –contestó la niña sin ni si quiera mirar a su madre.


   -Marta,  no digas tonterías. No está bien molestar a nadie –replicó su madre que ahora sí se había acercado con intención de llevársela- Perdónela, es muy curiosa y le encanta leer. Como le ha visto escribir.....


   -No se preocupe. No me molesta. Puede quedarse aquí si quiere a ayudarme –total estaba tan negado que no creía pudiera terminar de escribir nada.

   -¿Qué es eso que pone tu cuaderno? –me preguntó con voz curiosa.

   -¿Esto? Ahí dice “Icarina”. Es mi pseudónimo.

   -¿Tu qué....?


   -Mi pseudónimo. Es el nombre bajo el que me escondo para escribir.


   -¿Porqué dices que te escondes si yo te estoy viendo? Y entonces, ¿cómo te llamas?

   No pude contener la risa. Aquella era la inocencia que yo echaba de menos en nuestro día a día. La inocencia de los niños que en muchas ocasiones perdemos con mucha rapidez al hacernos adultos.

   -Me llamo Juan. Ese es mi verdadero nombre.Y el otro, como te digo, es mi pseudónimo; pero es un secreto y no te puedo decir de donde viene.

   -Pues el día que acabes de escribir tu cuento y me lo des pones que lo ha escrito Juan, que a mí ese otro nombre me suena muy raro y no se lo podré decir a mis amigos.

   -Te lo prometo, le pondré el nombre que tú quieras.

   -Ahora me tengo que marchar, mi mamá y sus amigas ya se han levantado. ¡Adiós! -dijo marchándose con la misma naturalidad con que se había acercado.

   Le dije adiós con la mano y me quedé mirando hasta que desaparecieron por la puerta. Después volví a mi historia, esa que no quería verse escrita entre los renglones de un papel.