miércoles, 21 de marzo de 2012

Amor de otoño


   Había dejado olvidado mi cuaderno de notas en el coche cuando vino a mi cabeza una idea que al principio me había parecido magnífica para escribir un cuento. Trataría sobre el desamor que sentían dos ancianos,  abandonados a su suerte por sus hijos, y que todos los días cruzaban el mismo paso de peatones a la misma hora. Hacía tiempo que se habían fijado el uno en el otro, pero nunca se habían dirigido la palabra. Una mañana Estanislao, que así se llamaba el anciano, se vistió con un bonito traje que guardaba para las ocasiones más solemnes y se dirigió hacia el cruce, decidido a entablar conversación con la misteriosa dama.

   Llegó al lugar algo temprano, por lo que decidió sentarse en un banco y esperar. No habían pasado ni cinco minutos cuando la vio aparecer acercándose por la acera. Se levantó en medio de mil achaques, se ajustó la corbata y los botones de la americana de pana verde y se dirigió al final de la acera acompasando su caminar para coincidir con ella en el preciso momento del cruce.

-Buenos días- balbuceó casi con miedo.
-Sean buenos- respondió ella sin que pareciera sorprendida, sino más bien dejando entrever cierta sonrisa en su expresión.
-Hace buen día hoy- prosiguió Estanislao con más decisión.
-Sí. Ya parece que se aproxima el buen tiempo.

   Sin ni siquiera preguntarle si podía acompañarla, Estanislao caminó junto a ella prosiguiendo con una prédica de frases premeditadas durante toda la noche y a las que ella contestaba de forma escueta. Al llegar al Boulevar Sur, Enriqueta, que ya le había dicho su nombre, se cogió de su brazo con total naturalidad aprovechando el mal estado de la acera.  Ahora la sonrisa pícara se había adueñado de Estanislao. Caminaron juntos hablando y riendo hasta el final de la Tercera Avenida. Al llegar allí, Enriqueta se soltó de su brazo y recuperando la seriedad se colocó bien el abrigo, cerrándose hasta el último botón.

-No podemos seguir del brazo, si nos ve mi marido se enfadará mucho.
-¿Tu marido?- La cada de sorpresa de Estanislao era mayúscula.
-Yo fui mujer con Federico y sólo a Federico me he de entregar.

   Enriqueta no habló más. Apuró el paso y se adentró entre los sombríos paseos del cementerio. Estanislao la siguió unos metros más atrás.  La vio aproximarse a una lápida de granito oscuro y sentarse sobre ella. Unos minutos después reanudó su marcha. Estanislao se aproximó hasta la tumba y leyó el nombre del infortunado “Federico Alcácer Torrente”

-¡Ay Federico, Federico! –sus palabras apenas perceptibles se acompasaban a una sonrisa lacónica- No serás tú quien venga a robarme ahora el amor de mi vida.

   Sin decir nada, se aproximó a Enriqueta que no había dejado de caminar y la tomó del brazo. Ahora parecía que los dos querían callar.

-Han abierto una cafetería nueva por aquí cerca. ¿Te apetece un café bien caliente?
-Perfecto,… Hace algo de fresco y me gusta el café. Pero descafeinado, que si no luego me altera el sueño- Enriqueta lo miró como indecisa-  ¿Tienes hijos?
-¿Hijos? A sí, te refieres a esos dos que crié y que como ya no me necesitan sólo vienen por casa al comienzo de cada mes para que suelte la paga a mis nietos. Pues como si no los tuviera. ¿Y tú?
-Me has quitado las palabras de la boca. Yo tengo sólo uno.
-Por cierto, ¿no me has dicho tu nombre?
-Me llamo Estan… -carraspeó acordándose de las palabras de Enriqueta- Federico. Sí, me  llamo Federico.
-¡Qué pícaro has sido, truhán! Llévame a tu casa que ya no estamos para perder el tiempo.

   Cuando llegué al coche me acordé que ahora eran las llaves lo que había olvidado. ¡Qué cabeza la mía! Sonreí y decidí que no anotaría nada en mi libreta. Tal vez ellos, aquellos ancianos a los que yo había dado vida en mi imaginación, necesitaban su propia intimidad y no debía ser yo quien rompiera la magia que ellos habían sabido crear en mi sueño. Tal vez mañana volverá a nacer en mí la imaginación para escribir; tal vez...

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