lunes, 24 de septiembre de 2012

Amelíe

   Nuevamente sentí aquel irrefrenable deseo de salir corriendo que me poseía en las últimas semanas. Totalmente ajeno a cualquier realidad racional, crucé calles y plazas, mientras una mortecina lluvia calaba mis ropas, mis huesos y hasta mi alma.

   Extenuado y confundido, aparecí en el cementerio municipal. Cuando por fin pude recuperarme de la fatiga a que me había conducido aquella interminable huída, levanté los ojos y los fijé en aquella estatua. De nuevo aquel cementerio y de nuevo aquella estatua. Ella y yo, solos, frente a frente.

   No había razón objetiva alguna que me hiciera ir, como estaba sucediendo, hasta aquel cementerio. Allí no tenía enterrado a ningún ser querido, ni tampoco a nadie conocido. En realidad, aquel vetusto camposanto en sí mismo no me decía nada. Sólo era aquella estatua de piedra, cubierta de un verdín que reflejaba el paso de la eternidad, quien me llevaba, una y otra vez, hasta aquel lugar y quien a su vez me impedía alejarme de ella. Froté con unas ramas secas la piedra de la lápida, tratando de descubrir algún rayo de luz en medio de aquella locura. A duras penas pude leer la breve inscripción: “Amelíe 1803-1824”. Debajo, una marchita rosa de pétalos blancos y rojos mostraba el recuerdo de quien un día, ya muy lejano, visitó aquella tumba.

   Salí de aquel inquietante lugar. Nada de lo que sucedía tenía sentido. Sentí miedo de estar volviéndome loco. Caminé con lentitud, tratando de confundirme entre la gente que abarrotaba el recién restaurado paseo; pero todos ellos parecían seres extraños, ajenos a mí.

   Aquella noche no pude conciliar el sueño. Tenía que descubrir qué me sucedía. Aquel inexplicable episodio se repetía cada vez con mayor frecuencia. Quise buscar ayuda en algún amigo, pero pronto comprendí que estaba sólo. Había luchado durante muchos años por conseguir ser el gran ejecutivo que era hoy y para ello había tenido que renunciar a tener mujer, hijos e incluso amigos. En estos años, me había embarcado en un viaje que no conocía más que el mañana y la soledad.

   Todavía no había amanecido cuando salí a la calle. Esta vez no sería mi locura quien me llevara ante aquella estatua; esta vez iría por mi propia voluntad. Crucé el umbral del camposanto cuando los primeros rayos de sol querían tímidamente alumbrar un nuevo día. Atravesé sus ordenadas calles acompañado del silencio y del recogimiento propio de aquel lugar. Algunas ráfagas de viento y el quebrar de algunas hojas secas impedían que, por breves momentos, sintiera los punzantes latidos de mi corazón.

   Cerré las solapas de mi abrigo de paño, para preservarme del frió que traía consigo el anochecer. Sin darme cuenta, había pasado todo el día sentado en la tumba mirando aquella estatua. Era capaz de describirla con los ojos cerrados, de dar razón de cada uno de sus pliegues, de cada una de sus manchas,...

   Cuando quise reaccionar, los vigilantes municipales ya habían cerrado las puertas. Un brutal escalofrío recorrió mi cuerpo y preso del pánico corrí hacia la tapia izquierda. Ayudándome de una vieja cruz de hierro, salté alejándome de aquel recinto sagrado. Miré a ambos lados y por primera vez en mi vida no sabía qué hacer, ni dónde ir. Un bar de carretera fue mi destino y el lugar idóneo para ahogar toda aquella locura que se estaba adueñando de mí. Uno tras otro, devoré incontables vasos de ron.

   Sentada al final de la barra, descubrí a mujer que me miraba con una mezcolanza de dulzura y pena. Lentamente se acercó hasta mí, tomó mis manos y me susurró que debía acompañarla. Sonreí y me dejé llevar; por una vez alguien me trataba con cariño.

   Encontraron mi cuerpo a la mañana siguiente, muy cerca de aquel bar donde me emborraché hasta perder la consciencia. No presentaba signos de violencia, por lo que los forenses descartaron que hubiera sido víctima de un homicidio. Sólo quedaba un pequeño detalle que nunca pudieron llegar a descifrar: aquella extraña rosa marchita de pétalos blancos y rojos que permanecía anclada a mis manos y el pálido beso dibujado en mi mejilla iquierda junto a mis labios como un indeleble tatuaje.

9 comentarios:

  1. Buenas tardes, que lujo leerte.Me ha encantado todo ese ambiente de misterio que te atrapa.
    Saludos.
    Leire Frex.

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    1. Un verdadero lujo es poder adentrarme por unos intantes en vuestras miradas y jugar en ellas con mis letras. Muchísimas gracias por leerme y por tu comentario.

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  2. wuau... Me ha gustado muchísimo. Un placer leerte.

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    1. Muchísimas gracias por pasarte por este pequeño jardín de letras. Yo he descubierto tu blog y he estado empapándome bien de aquello que has escrito. Impresionante e imprescindible de leer. Un placer también.

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  3. Que bonita historia te atrapa desde el principio es un lujo leerte. gracias!


    Encanto 75

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    1. Muchas gracias!! Como ya te dije, trataré de ir subiendo más historias. :-)

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  4. Procuraré no dejarme llevar por una locura incierta a cementerios ajenos, así como dejarme embaucar por una dama de mirada tierna que me invite a ir a algún sitio desconocido cuando haya bebido demasiado.
    ¡Un abrazo! :)

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    1. Dejarse llevar por las locuras es algo imposible de evitar. Son esos pequeños detalles que le dan vida a la propia vida. Incluso en algunos momentos les llegan a dar sentido. En todo caso, mejor no beber demasiado. Un besito, preciosa. :-)

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  5. Te he descubierto y me ha fascinado, creo que Amelí es fantástica! Un abrazo Juan

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