lunes, 23 de enero de 2012

El viejo diván


     He llegado frente a la puerta sudoroso y fatigado. A duras penas, la he podido abrir, atascada tras tantos años de quietud forzada por la ausencia, sin lograr discernir si aquellos golpes secos y acompasados los producía la oxidada cerradura o mis propios latidos. Todo estaba en su sitio, cubierto por una blanquecina capa de polvo: la mesa, las sillas torneadas de la abuela, el aparador y allá, junto a la ventana, el vetusto diván, tapizado de terciopelo ocre, donde pasé las tardes de mi perdida adolescencia esperando que vinieras a la confitería de enfrente.

Al oír su campanilla, corría junto a la ventana para ver si eras tú la que habías entrado. Luego, escaleras abajo saltando los escalones de tres en tres, me colocaba junto a la puerta y, haciéndome el sorprendido, te saludaba y corría de nuevo al diván a dibujar sueños inconfesables.

   Hoy,  cuando el trascurso de los años ha comenzado a cubrir de canas mis sienes y mientras caminaba de la mano con mi inseparable compañera la tristeza, he creído ver tus ojos cruzándose con los míos. He corrido sin rumbo fijo buscándolos en cada calle, en cada plaza y en cada rincón. Y he acabado aquí, en el viejo diván y en su raído terciopelo de color ocre, donde de nuevo la tristeza, mi eterna tristeza, me esperaba para que le volviera a contar aquellos marchitos e inconfesables sueños de juventud.

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