lunes, 25 de junio de 2012

Ella...

La tarde se había vuelto gris. La intensa lluvia caída durante toda la mañana había hecho refrescar el ambiente y se agradecía el calor de aquella sencilla y acogedora alcoba.

Dejé encendida una pequeña lámpara situada en el rincón, manteniendo así una tenue iluminación que dibujaba por doquier enigmáticos contrastes de luces y sombras. Recostado en el sillón, no podía, o quizá mejor no quería, dejar de mirarla y, mientras apuraba una copa de brandy, la observaba dormir mostrando ante mis ojos la hermosura de su cuerpo desnudo.

El dorado tono de su piel contrastaba con el rubio teñido de su cabello y éste a su vez hacía de contrapunto con el oscuro vello de su pubis. Me entretenía así en admirar cada centímetro de su cuerpo, el mismo que momentos antes había poseído con una mezcla de sentimientos que conjugaban por un lado los mismos miedos de quien hace el amor por primera vez y por otro los anhelos de que esos momentos no terminaran nunca. Estaba teniendo su cuerpo por primera vez, pero también por última.

Tal como ella me pidiera, habíamos hecho el amor con los ojos cerrados y en silencio. Un silencio que yo ahora tampoco quería romper y que me ayudaba a recordarlo todo: el aroma de su feminidad, la suavidad de sus senos, la perfección de sus curvas, el enigma de sus rincones y sobre todo el armonioso cimbreo de su cuerpo sobre el mío haciéndome derramar la semilla de la vida en sus entrañas. Todo. Lo recordaba todo y romper la magia de ese momento sería un sacrilegio.

¡Qué guapa está Judith!. Estas palabras retumbaron en mi cabeza devolviéndome a la realidad. Aún aturdido, miré a mi alrededor. El festival estaba en pleno apogeo y mi acompañante hacía comentarios sobre el vestido de la bailarina principal de aquel odioso espectáculo, pero yo no le prestaba atención, simplemente vagaba con la vista entre la gente buscándola. Y allí estaba ella, conversando con otras personas. La miraba. Ella se sabía observada y también me dedicaba enigmáticas y fugaces miradas, obligándome a bajar la vista por la timidez de saberme sorprendido.


Salí fuera y, acercándome al enorme ventanal, encendí un cigarrillo. Sentía que necesitaba reflexionar, pero ¿sobre qué?, ¿sobre mí?, ¿sobre ella?. Después de tanto tiempo con esos juegos de miradas desconocía hasta su nombre, pero no me extrañó pues no me conocía ni a mí mismo. Aunque, tal vez, ese podía ser el reto que mañana llamase a mi puerta al despertar.

Observé el cigarro consumirse. Un escalofrío sacudió mi cuerpo. No sólo el cigarro, es nuestra vida la que irremediablemente se esfuma ante nosotros. Volví a vagar con la mirada, pero esta vez a través del ventanal buscando perderme en el horizonte sabiendo, como el gran poeta, que los sueños sólo sueños son. O tal vez... no.

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