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Hoy he vuelto a la playa, a nuestra
vieja playa. He disfrutado, como hacía años que no sucedía, sentándome
junto a la orilla y dejando que el mar bañase mis pies descalzos. A lo
lejos, he visto el malecón y he recordado los cálidos atardeceres en que
tú me traías con el pretexto de ver el mar y aprovechabas mi inocencia
para robarme un beso. ¡Qué iluso eras! ¿De verdad creías que yo no me
moría por tus besos?
Y como entonces, hoy también he hecho
diminutos barcos de papel que luego he posado sobre las tranquilas
aguas de este inmenso mar, jugando a descubrir qué dirección tomarían
cada uno de ellos. Sin embargo, apenas se movían. Esa quietud me ha dado
miedo; un miedo que jamás he sentido.
He decidido dejar la playa y buscar
otros sitios mejores. En Moscú está nevando ahora mismo, ¿a que no lo
sabías? La gente circula por las calles escondida entre gruesos abrigos y
raídos gorros de lana tratando de luchar contra el frío que hiela sus
huesos y también sus vidas. En Venecia, sin embargo, hace sol. Cuando
vengo por aquí, a veces, me encuentro a un chico joven que me mira y
sonríe. Yo suelo ponerme bastante colorada cuando nos cruzamos. Nunca me
ha hablado, pero si algún día lo hace le diré que estoy casada con mi
gran amor.
Me gusta contarte todas estas cosas y
que tú me digas qué tal lo has pasado en el trabajo, cómo van las obras
del parque que están construyendo junto a nuestra casa o qué tal le ha
salido hoy la comida a doña Luisa; nunca fue una gran cocinera, pero sé
que la mujer se esmera en prepararte buenos platos.
Se acaba el día y debo volver a esta
triste habitación blanca y a este silencio marchito y agobiante que nos
rodea. Hoy no te has movido de mi lado; ni siquiera has soltado mi
frágil mano engalanada de agujas y tubos. Aunque no te he oído, sé que
has llorado y que no has sido capaz de escuchar todo cuanto hoy he
querido contarte desde este cuerpo inmóvil. A ratos, te he visto mirar
de reojo a esa máquina que está junto a la cabecera de mi cama; yo
también la miro desde mis ojos cerrados y sé que tendrás que apagarla.
Entonces, cuando llegue nuestra despedida, quisiera que, como hicieras
allá en el malecón, aprovecharas mi inocencia para robarme un beso y
dejes así en mis labios para siempre el sabor de los tuyos.
Icarina
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