El día parecía
raro. Bueno, a decir verdad, desde hacía tiempo casi todos los días lo eran.
Sin embargo, aquella mañana me desperté con una extraña sensación de melancolía
que parecía haberse hecho dueña de toda mi existencia. Me acerqué a la ventana.
Todo, absolutamente todo, seguía igual que los días anteriores: frente a mis
ojos se situaba un horizonte formado por el asimétrico renglón de infinitos
edificios ocupados a su vez por miles de almas que, como yo, ya estarían
preparándose para dar sentido al nuevo día en sus vidas.
Aquel pensamiento me sobrecogió.
¿Realmente despertamos cada día con la idea natural de construir nuestras vidas
o, tal vez, sólo somos simples marionetas que el destino mueve a su antojo? No
sabía que responderme a mí mismo. Tampoco tenía la más mínima intención de
hacerlo. Sabía por experiencia que los días nostálgicos, al menos para mí, no
eran buenos y no estaba dispuesto a pasarme el día amargado. Me vestí y salí a
la calle; como aún me quedaba mucho tiempo para entrar a trabajar, pensé que
podría desayunar tranquilamente en alguna cafetería de camino a la oficina.