viernes, 28 de diciembre de 2012

La marioneta


   Lo tenía todo planeado desde hacía varios días. Esta iba a ser la mejor tarde de los últimos años; tenía pensado ir al cine y después a cenar en un renombrado restaurante situado junto a la playa. Pero el día se había vuelto gris; unas densas nubes habían oscurecido el cielo, dejando caer una mortecina lluvia que parecía querer enlentecer el tiempo. La apatía se había adueñado de mí y sin saber cómo me encontré vagando por la ciudad sin saber dónde ir ni qué hacer.

   Al cruzar el parque, la lluvia arreció y tuve que resguardarme bajo el oxidado templete, en otros tiempos usado por melancólicos músicos en las tardes de primavera, para evitar quedar calado hasta los huesos. Me quedé inmóvil, mirando fijamente hacia aquellas nubes y los extraños dibujos que parecían formar en el cielo.

-Es bonito ver llorar al cielo, ¿verdad? -decía una voz a mi alrededor.

   Me giré y descubrí detrás de mí a una joven con aspecto algo desaliñado.

-Perdone, señorita, no la he entendido bien –respondí, tratando de cortar cualquier posibilidad de conversación.

-Yo no le he hablado, ha sido ella – dijo, señalando hacía una marioneta cuyos hilos manejaba tan perfectamente que parecía conferirle vida propia.

   No pude evitar que en mis labios se dibujara una sonrisa y opté por sentarme en el suelo junto a aquel muñeco de trapo.

-¿Tú crees de verdad que cuando llueve es que llora el cielo?

-¡Oh, sí! –me contestó- No tengo duda alguna. Me lo ha contado mi padre y él jamás me mentiría. Es un gran payaso que hace reír a los niños y, también, a algunos viejos cascarrabias. Viaja por todo el mundo y todas las noches me dedica una canción. Por cierto, ¿tú también tienes padre?

-¿Cómo no voy a tener padre? -le dije entre carcajadas al tiempo que miraba hacia la chica.

-No sé de qué te ríes. Vosotros los humanos sois tan complicados que muchas veces no consigo entenderos. De cualquier cosa hacéis una montaña que termina siendo tan grande que os ahoga. Nosotros, las marionetas, a lo sumo hacemos travesuras. ¿A ti también te canta canciones tu padre por las noches?

-Sí, creo que sí. Estoy seguro que él también me las canta allá donde quiera que esté, aunque yo ya un pueda escucharle –contesté con cierto halo de melancolía-. Tiene gracia. Un día, cuando era muy niño, mi padre me trajo un regalo; era una marioneta como tú. La había comprado en un viaje que tuvo que hacer a París. Yo quería una pelota y aquel muñeco fue una decepción tan grande para mi, que se lo tiré a la cara. Lejos de regañarme, mi padre la tomó de nuevo entre sus manos y la dejó junto a mi almohada.

-Y, ¿qué hiciste? –aquella muchacha sabía tan bien su oficio que parecía impensable no estar hablando realmente con el muñeco.

-Lo dejé allí, en la almohada. Mi madre lo volvía a colocar cada mañana cuando hacía mi cama y yo terminé por aprender a hablarle. Le contaba todos mis secretos, aquellas cosas que jamás me hubiera atrevido a contarle a nadie.

-Mira, mira.......el cielo ha dejado de llorar. Por fin podré ir a buscar niños y ancianos cascarrabias, porque yo de mayor también quiero ser un gran payaso y hacer feliz a la gente, ¿sabes?

-Seguro que lo vas a conseguir; conmigo, al menos, sí lo has logrado.

   La joven recogió su marioneta y se marchó de allí, no sin que antes esperar a que yo le diera unas monedas. Pocos minutos más tarde ya estaban junto a un banco rodeados de niños; y después en otro banco y luego junto a la fuente.... Aquel jodido muñeco había conseguido devolverme a mi niñez y camino de casa no pude evitar ir saltando de charco en charco, haciendo chapotear bajo mis zapatos el agua que aquel oscuro cielo había querido llorar.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Mi otra soledad...


I


   El tren que debía llevarme a París estaba estacionado en el andén central. Miré por última vez el vestíbulo de aquella vieja estación queriendo encontrar, escondido en cualquiera de sus rincones, algún motivo que me retuviera en esta ciudad. Aquí había pasado los últimos años de mi vida; una vida que, en este lugar, ya no tenía sentido. Respiré profundamente y subí al tren. Coloqué la maleta y busqué mi asiento. Era la primera vez que viajaba en primera clase y me sorprendió el lujo y la comodidad de aquellos vagones. Recliné el sillón y esperé que iniciáramos la marcha. Desde la pequeña ventana veía el trasiego de otros viajeros, algunos de ellos solitarios como yo, que habían convertido su vida en una rutina fácil de explicar, pero imposible de entender.

   Con total puntualidad, abandonamos la ciudad, símbolo del mestizaje de las distintas culturas universales, iniciando una travesía que había de durar el resto de la tarde y toda la noche. Poco a poco, el tren iba ganando velocidad y yo me abandoné en el cambiante paisaje; ante mis ojos, aquellos árboles, aquellas casas y aquellos riachuelos que íbamos dejando atrás, no eran sino el reflejo de mi vida, dibujado por mí en esa ventana. Tomé los auriculares que una señorita, con gesto amable, me ofreció al subir y los conecté en uno de los brazos del sillón. Cerré los ojos y escuché las suaves melodías que había conseguido sintonizar.