Hacía mucho
tiempo, años, que no atravesaba el parque y hoy, sin saber porqué, crucé sus
puertas y, como si una mano imaginaria hubiera tomado la mía, fui recorriendo
una a una las baldosas de aquel camino que en otros tiempos tantas veces
transité. ¡Todo estaba tan cambiado y tan igual al mismo tiempo! Recordé las
eternas tardes de mi niñez y mi adolescencia dibujadas en aquel recinto. En
aquellos momentos todas me parecía iguales; pero ahora, echando la vista atrás,
comprendía que cada una de ellas era necesaria para ser hoy quien soy.
Me estaba poniendo demasiado
nostálgico y decidí que aquello no me convenía. Me acerqué hasta uno de los
bares que impasibles habían resistido el paso del tiempo y los ataques de una
modernidad a la que parecían haber escapado. Me senté en uno de aquellos
antiguos veladores blancos y redondos hechos de forja que se anclaban, al igual
que el propio parque, en un ambiente casi decimonónico. Pedí una cerveza y tomé
el periódico para leerlo.
Un pequeño golpe producido por
un balón a la altura de mis tobillos me hizo separar la vista de las horrorosas
noticias económicas que leía. Junto a mí había llegado un muchacho de unos
cinco o seis años a buscar su pelota.
-Perdón –farfulló el
muchacho como si hubiera preferido no decir nada.
Mientras le
veía allí agachado queriendo sacar el balón de entre las patas del velador no
pude por más que fijarme en las piernas de una mujer que, en ese momento, se
había acercado también y que presumí sería su madre.
-¿Martín? ¿Martín, eres tú? –escuché
mientras subía mi mirada por aquellas piernas y aquella figura tan bien
torneada.
El corazón me comenzó a latir
con fuerza. Aquel cuerpo no me había parecido desconocido, pero aquella
voz.....aquella voz.... Terminé de alzar la vista y allí estaba ella. Tan
impresionante como siempre. Me levanté. Nos besamos castamente en las mejillas.
La invité a tomar algo y se sentó junto a mí. Hablamos largo rato de los
aciertos y los tropiezos que nos regala la vida.
Mientras hablábamos mi cabeza
buscó en el baúl de mi memoria los momentos que en nuestra primera juventud
habíamos pasado juntos. Nos habíamos conocido casualmente en este parque y
durante unos años fuimos inseparables. Habíamos compartido juegos, sonrisas,
enfados, lágrimas y sobre todo mil y una travesuras. Pero sin duda, el mejor
recuerdo que me regaló fue el haberme permitido descubrir su cuerpo de mujer en
una fría tarde del mes de noviembre. Ambos éramos unos ingenuos muchachos que
quisimos jugar a vestirnos de adultos en aquel ya lejano día. El nerviosismo
estaba presente en nuestras palabras, en nuestras miradas, en mis manos cuando
hice deslizar su vestido, en sus ojos cerrados sintiendo la tela deslizarse por
su piel, en los primeros besos, en unas caricias torpes. La excitación de lo nuevo
por aprender y el miedo a no saber qué hacer. Unas manos que recorrían un
camino mil veces imaginado, pero hasta entonces nunca visto. El brillo de unos
ojos ante cada descubrimiento y el placer imposible de disimular acelerando el
pulso y la respiración. Luego....luego vinieron las risas; esa risa compartida
de tener un secreto común que guardar para siempre. Una inocencia que no se
rompió entre aquellas caricias de niños jugando a quebrar las reglas del bien y
el mal. Después la vida nos separó y el tiempo nos condenó al olvido.
Nos despedimos con la promesa en
los labios de volver a llamarnos algún día. Me alejé dejándome llevar por la
tranquilidad del atardecer. En un momento dado, mientras esperaba que el
semáforo cambiara para cruzar al otro lado de la calle pude escuchar la música
que salía de un bar cercano. Eran los Beatles y su Love Me Do. Sonreí al ver de
nuevo el pasado haciendo de las suyas en el presente. Es bueno recordar, es
como robarle al tiempo unos instantes vividos para volver a sentirlos en la
piel del alma como ya hiciéramos ayer.