Nuevamente sentí aquel irrefrenable deseo de salir corriendo que me poseía en las últimas semanas. Totalmente ajeno a cualquier realidad racional, crucé calles y plazas, mientras una mortecina lluvia calaba mis ropas, mis huesos y hasta mi alma.
Extenuado y confundido, aparecí en el cementerio municipal. Cuando por fin pude recuperarme de la fatiga a que me había conducido aquella interminable huída, levanté los ojos y los fijé en aquella estatua. De nuevo aquel cementerio y de nuevo aquella estatua. Ella y yo, solos, frente a frente.