El tiempo se hace eterno. El golpeo seco del péndulo del reloj,
acompasado con maestría por el artesano suizo que le dio vida, marca cada
segundo que pasa. Instantes que caminan hacia un destierro del que nunca habrán
de volver. Separa el visillo que cubre el balcón y mira a través de los
cristales que se empañan al hacer contraste con el frío que reina fuera. Se
puede apreciar la calle todo lo amplia que es. Vacía, sin ningún alma que le de
vida. Vuelve hacia la mesa y mira el móvil, sigue tan callado como la última
vez que lo miró. Se sienta; comienza a rondar por su cabeza el desánimo. “Tal
vez no vendrá” piensa entre silencios.
Se desaprieta un poco el nudo de la corbata y se sirve un licor. Le
parece poco y rellena un poco más la copa. La acerca a sus labios, apenas
mojándolos del hiriente líquido. Contempla la habitación coqueta de aquel
pequeño hotel. Se abstrae en sus pensamientos. Nunca había estado allí, ni
siquiera en aquella ciudad. Todo aquello no era más que un juego que ambos
habían planeado. Tomaron un lugar al azar. Y buscaron en él un pequeño hotel.
Nunca se habían visto y nunca más volverían a verse. Todo quedaría entre
aquellas cuatro paredes. Sería un relato breve en medio de la vida. Y sería su
relato.
Se recompone. Aquel ruido que se oye en el pasillo..... son..... sí,
son pasos. Corre hacia la puerta. En el mismo momento que llega, tres suaves
golpes repiqueteados por unos nudillos suenan en una madera que huele aún a
nueva. Abre rápido, sin pensárselo dos veces. Ella aún tiene levantada la mano
derecha de haber golpeado la puerta. Se miran. Callan. Por un instante le vence
esa timidez que ya creía superada con el paso de los años y tantas fechorías
vividas. La toma de la mano y ella se deja llevar, cerrando la puerta tras de
sí.
No se conocen, pero se saben ellos. “Me entretuvo el tráfico”
se excusa ella. Él le cierra los labios suavemente con un dedo. No es momento
de excusas. La mira de arriba abajo. Ella también lo hace. Premeditadamente
están retardando encontrarse en un beso. “¿Te sirvo algo de beber?”
le dice señalando el pequeño minibar. “No sé qué tomar....No estoy
acostumbrada a beber” responde ella al tiempo que unos colores rojizos
cubren sus mejillas. “Te serviré lo mismo que yo. Está hecho para
valientes......como nosotros hoy” le dice intentando hacer que
no se ha dado cuenta de cómo se ha ruborizado.
Ni siquiera lo prueba. Es tal el deseo, que el tiempo se hace eterno y
se enzarzan en un abrazo y una odisea de besos sin fin. Aquellos labios se
hacen uno sólo. Se buscan, se funden, se vuelven a separar. Sus manos se
entretienen en jugar con la tela del vestido. No tiene demasiada prisa en
quitárselo. Aquella imagen debe quedar mucho tiempo grabada en su memoria. Sabe
que algún día terminará borrándose, pero mientras eso suceda le servirá para
rememorarla entre tiempos de algún deseo solitario. Un botón, otro, otro
más,.....así hasta el final y el vestido se desliza suavemente por su silueta
hasta caer al suelo. Se separa de ella sin soltar sus manos. La contempla
advirtiendo cada una de las líneas de su silueta de mujer, envuelta aún en dos
prendas de fino encaje compradas expresamente para la ocasión. Acerca una mano
a su cara y con un dedo le aparta el pelo, deslizándolo seguidamente por sus
mejillas, su cuello, el comienzo de su escote y la copa del sujetador, jugando
suavemente con el pecho izquierdo aún preso de la tela. Ella le mira, tratando
de contener un gemido ahogado. Sigue bajando; despacio, muy despacio, hasta
alcanzar su vientre y cuando todo parece que se perderá entre la minúscula
prenda que recubre su intimidad, él tuerce el sentido y, pasando por detrás de
su cintura, la aprieta fuerte contra él. Mientras la besa, libera el corchete
que aún retiene el sujetador. Sus pechos quedan al aire. Se suceden los besos
en ellos, una vorágine de besos. La tumba en la cama que, como testigo mudo, ha
estado contemplándolos desde que ella apareció. La recorre de arriba abajo por
toda su piel sin dejar ni un centímetro. Ella ya no puede dejar de gemir, le es
imposible tragarse todos aquellos suspiros. Le deja hacer y se deja llevar.
Nada, ni siquiera el violento repiqueteo de las campanas de la iglesia
de enfrente, les interrumpe. Hace rato que la ha terminado de desvestir. Se
deshace en profanar su intimidad a la que se ha acercado como si fuera a
cuchichear algo que no pudiera escuchar nadie más. Y ella se deja llevar por
las incontenibles sacudidas con que el deseo recorre todo su cuerpo. Con la
habilidad que le permite el temblor en que ha quedado instalada, ella también
le desviste. Quiere que ambos estén en igual. Y ahora él se deja hacer,
observando los juegos sinuosos con que ella le dibuja entre delicados besos
femeninos, hasta perderse igualmente en su intimidad. Le separa el pelo que
raudo había venido a cubrirle la cara. Quiere verla. A ella no le importa ya
que él la mire adueñándose y mimando su virilidad. Sigue pasando el tiempo y
ellos siguen estando ausentes de todo y de todos.
Mil posturas, mil movimientos. De la ternura a la lujuria, de la
pasión a la delicadeza. Dos cuerpos en uno sólo. Gemidos ahogados y suspiros
libres. Y entre todo ello, un torbellino de diminutas gotas de sudor que
impregnan las sábanas como si quisieran escribir lo que allí sucede. Llega el
éxtasis, uno de los varios que en esa tarde han coronado aquella carrera contra
el tiempo y contra el destino. Sí, ese destino que ahora es testigo mudo de las
palabras que recomponen el orden desde la tranquilidad de un abrazo de él, la
cabeza de ella descansando en el pecho y un cigarrillo.
Un pacto es un pacto; el valor de la palabra dada. Y los dos lo saben.
Por eso, ambos deciden no preguntarse por el mañana. El mañana no existe. El
mañana son dos caminos que circulan por sendas distintas. Se visten. Se peinan.
Ella pinta sus labios que él vuelve a emborronar. ¿Qué nombre le pueden poner a
aquello que han vivido? No lo saben, pero les da igual. No es sexo, es algo más
pues en ello se han dejado ya por el camino un sueño. Sonríen y dejan tras de
sí una coqueta habitación de un pequeño hotel elegido al azar en una ciudad
cualquiera.
El deseo, el deseo que jamás podrá ser satisfecho, porque cada cuerpo suscita uno distinto, y los cuerpos de ayer no pesan ya sobre la tierra ni siquiera ya debajo de la tierra...
ResponderEliminarEl cuerpo guarda sin saberlo la huella de los deseos cumplidos y también quizá los que no se cumplieron y de los que ya jamás podrán cumplirse.
Eres un romántico, un saludo. Trobsky