I
El tren que
debía llevarme a París estaba estacionado en el andén central. Miré por última
vez el vestíbulo de aquella vieja estación queriendo encontrar, escondido en
cualquiera de sus rincones, algún motivo que me retuviera en esta ciudad. Aquí
había pasado los últimos años de mi vida; una vida que, en este lugar, ya no
tenía sentido. Respiré profundamente y subí al tren. Coloqué la maleta y busqué
mi asiento. Era la primera vez que viajaba en primera clase y me sorprendió el
lujo y la comodidad de aquellos vagones. Recliné el sillón y esperé que
iniciáramos la marcha. Desde la pequeña ventana veía el trasiego de otros
viajeros, algunos de ellos solitarios como yo, que habían convertido su vida en
una rutina fácil de explicar, pero imposible de entender.
Con total
puntualidad, abandonamos la ciudad, símbolo del mestizaje de las distintas
culturas universales, iniciando una travesía que había de durar el resto de la
tarde y toda la noche. Poco a poco, el tren iba ganando velocidad y yo me
abandoné en el cambiante paisaje; ante mis ojos, aquellos árboles, aquellas
casas y aquellos riachuelos que íbamos dejando atrás, no eran sino el reflejo
de mi vida, dibujado por mí en esa ventana. Tomé los auriculares que una
señorita, con gesto amable, me ofreció al subir y los conecté en uno de los
brazos del sillón. Cerré los ojos y escuché las suaves melodías que había
conseguido sintonizar.
Debí quedarme
dormido, pues me desperté, algo desorientado, cuando el revisor me tocó el hombro.
Me deshice de los auriculares y traté de recomponer la situación.
-Perdone caballero -dijo el
revisor-. Esta señorita tiene asignado el asiento que está frente al suyo.
-Ruego acepten mis disculpas
-contesté-. Enseguida lo quito todo.
Pensaba que
nadie ocuparía aquel asiento y había aprovechado para colocar sobre él una
revista que había comprado en la estación, un libro que quería terminar de leer
durante el viaje y una pequeña libreta. Me gusta apuntar cualquier detalle que
observo y por eso siempre llevo conmigo una libreta y una pluma. Luego, en los
ratos libres, dejo volar mi imaginación con aquellas anotaciones y la mayoría
de las veces dejo volar también aquellos escritos, previamente arrugados, en
dirección a la papelera.
Cuando terminé
de recoger mis pequeñas pertenencias, aquella mujer se desprendió de su largo
abrigo blanco y ocupó su asiento. Nuevamente le pedí disculpas y ella se limitó
a sonreir. Abrió un libro y se sumergió entre sus líneas. Creo que nada ni
nadie hubiera podido romper la estrecha relación que se había producido entre
ella y su libro. Ambos formaban la parte única de un único universo. Volví a
ajustarme los auriculares y seguí disfrutando de la música.
Tomé mi libreta y comencé a escribir en
ella algunos recuerdos; pequeños detalles de mi vida de los que nunca querría
desprenderme. También dejé constancia de aquellos paisajes que se alejaban de
nosotros. Siempre me ha gustado sentarme en sentido contrario a la marcha; pensaba
que ello me permitía observar las cosas por más tiempo y trasformar la realidad
que se plasmaba ante mis ojos, creando mi propia realidad. A ratos y a
hurtadillas, observaba también a aquella mujer, convertida en mi silenciosa y
enigmática compañera de viaje.
Traté de descubrir qué me gustaba más de
ella. Quizá me podría decidir por su figura o por sus ojos; quizá por su rubio
pelo que pugnaba en una lucha sin cuartel con el mismo sol. Un sol que
abandonaba ya aquel día y se escondía majestuoso, buscando su propio refugio en
el horizonte.
Tomé la revista y la hojeé. Sentía que era
imposible que algunas personas pudieran no tener jamás sentido del ridículo.
Era como si no fueran dueños de sus vidas y por un puñado de dinero, todo
valiera. No podía soportar tanta estupidez concentrada entre aquellos
glamorosos reportajes. Cogí el libro que había traído conmigo y me embelesé con
su lectura, olvidándome de mi acompañante.
II
Miré el reloj y comprobé que eran las nueve
y media de la noche. La oscuridad se había hecho dueña del paisaje desde hacía
ya unas horas y sólo se rompía al atravesar las ciudades que íbamos dejando
atrás en nuestro camino. En aquel momento se abrió la puerta del vagón y el
revisor se fue acercando a cada uno de los viajeros; preguntaba el menú que
deseábamos para cenar. Era curioso el mejor trato que te otorgaban por el sólo
hecho de haber elegido viajar en primera clase. Siempre me había negado a estos
privilegios, pero al final había sucumbido. Instantes después, cada uno de
nosotros cenábamos plácidamente.
-He de reconocer que este salmón está exquisito- me atreví a decir,
mirando a mi compañera de viaje.
-Sí, tiene un excelente paladar -contestó ella-. Por un momento, pensé
que me daría lecciones sobre el vino o el champagne con que acompañar la cena,
como hacen todos los hombres con los que he coincidido al viajar.
-Es imposible que le pueda dar semejante lección. No se lo diga a nadie,
pero odio el vino.
Ambos reímos. Aquella anécdota había roto
el muro invisible que, durante gran parte del trayecto, nos había mantenido
separados. Continuábamos siendo dos desconocidos, pero que, al menos ahora,
reían y hablaban de las cosas más intrascendentes.
Poco a poco, nuestra conversación se fue
haciendo más profunda. Descubrí que había nacido en Santander y adoraba la
playa. También supe que no tenía hermanos y que había cursado estudios
superiores; ahora se dirigía a París para realizar un master. La economía era
su vida. Su otra vida, la emocional había sido un completo desastre. Tampoco en
esto podía darle lecciones. Mi vida tan sólo podía servir para mostrar el
desatino del que vuelve a caer una y otra vez en el mismo error: amar a la
persona equivocada.
Terminada
la cena le propuse ir a la cafetería. Accedió, más por el deseo de fumar
que por el propio café. El rojo carmín de sus labios quedaba impregnado en la
boquilla de sus cigarrillos. Si hubiera creído en las hadas, les hubiera pedido
que fueran mis labios los que hubieran quedado manchados por aquel intenso
color. Por unos momentos agradecí enormemente que el tren se hubiera detenido.
El cambio de vías llevaría unos minutos y los viajeros podíamos bajar a dar un
paseo. Apuré mi copa de licor y salimos al andén. Hacía frío. Mientras
mirábamos las estrellas, hablamos del mar, del cielo, de la vida y la muerte.
Habría dado lo poco que poseía para que aquel momento hubiera durado toda una
vida. Sin embargo, la megafonía nos avisaba de que debíamos subir al tren y
proseguir viaje.
Acomodados de nuevo en nuestros asientos,
ella retomó su lectura. En silencio, la observé mientras se ensimismaba con su
novela. Parecía como si ella fuese la propia protagonista de la historia
reflejada en el libro. Cuando terminó la lectura, cerró los ojos y suspiró.
-Debe haber sido sumamente interesante -dije al tiempo que señalaba el
libro, que ella había dejado sobre sus piernas.
-Ha sido muy especial para mí. Se titula Mi otra soledad y es de
un tal Mariano Jospín.
-¿Conocías a ese autor?-me atreví a preguntarle.
-No, no lo conocía -me contestó-. Leí una buena crítica en un periódico
sobre este libro y decidí comprármelo.
-Por un momento, parecía que esa historia te envolvía. Debes haber
disfrutado con su lectura.
-Ha sido fascinante -dijo, mientras me miraba a los ojos-. Trata de la
soledad interior. Esa soledad que cualquiera de nosotros puede sentir, aunque
esté rodeado de gente. Esa soledad que se convierte en una red que te atrapa y
te va oprimiendo, poco a poco, hasta ahogarte por completo.
Tantas horas de viaje habían hecho mella en
nosotros. Ella se durmió primero; yo, entre tanto, pensaba en sus palabras. La
soledad; maldita soledad. Para mí era la peor enfermedad del ser humano, ya que
le atacaba al alma. Cerré los ojos y el sueño también me venció.
III
Amanecía lentamente sobre París, cuando
nuestro tren hizo su entrada en la famosa estación de Austerlitz. Se aproximaba el final de nuestro viaje y la mayoría de los
pasajeros ya se encontraban en pie acoplándose sus abrigos y sus guantes. Fuera
de aquel vagón, el frío debía ser intenso. Sin prisas, uno a uno fuimos
bajando. De nuevo llegaba a un lugar donde seres anónimos iban y venían
gastando sus vidas en interminables quehaceres.
Caballerosamente, ayudé a mi joven compañera a llevar su maleta hasta un
taxi. Antes de subirse a él, la tomé de ambas manos y le agradecí su compañía.
No dijo nada, simplemente sonrió. Dos besos en las mejillas, sellaron un adiós.
Caminé lentamente por las calles de esta hermosa ciudad; para algunos la
ciudad del amor y para mí el refugio de bohemios como yo. Siempre había visto
la vida como un gran puzzle y el tiempo compartido con aquella mujer no era
sino una pieza más del puzzle de mi vida. Habíamos vivido una pequeña historia
y ni siquiera nos habíamos presentado. Mejor así; de otro modo, me hubiera
resultado difícil decirle que me llamaba Mariano. Sí, Mariano Jospín.
Fin
Hacía mucho tiempo que no me sumergía tanto en una lectura, que un texto no me envolvía tanto, utilizando sus mismas palabras.
ResponderEliminarGenial. ¡Estoy contentísimo de haber descubierto este lugar!
Mil gracias por leerme. Es un placer que mis letras te hayan llevado a ese mágico mundo que se crea en la mirada cuando se lee a gusto. De nuevo, muchas gracias. Un saludo.
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