El día parecía
raro. Bueno, a decir verdad, desde hacía tiempo casi todos los días lo eran.
Sin embargo, aquella mañana me desperté con una extraña sensación de melancolía
que parecía haberse hecho dueña de toda mi existencia. Me acerqué a la ventana.
Todo, absolutamente todo, seguía igual que los días anteriores: frente a mis
ojos se situaba un horizonte formado por el asimétrico renglón de infinitos
edificios ocupados a su vez por miles de almas que, como yo, ya estarían
preparándose para dar sentido al nuevo día en sus vidas.
Aquel pensamiento me sobrecogió.
¿Realmente despertamos cada día con la idea natural de construir nuestras vidas
o, tal vez, sólo somos simples marionetas que el destino mueve a su antojo? No
sabía que responderme a mí mismo. Tampoco tenía la más mínima intención de
hacerlo. Sabía por experiencia que los días nostálgicos, al menos para mí, no
eran buenos y no estaba dispuesto a pasarme el día amargado. Me vestí y salí a
la calle; como aún me quedaba mucho tiempo para entrar a trabajar, pensé que
podría desayunar tranquilamente en alguna cafetería de camino a la oficina.
No me decidía por ninguno de los bares que encontraba en mi camino; a todos les ponía algún defecto: aquí hay demasiada gente, este está muy sucio, a ese pasé una vez y no me gustó el café, aquel.......aquel.......”Aquel debe ser nuevo” me dije sorprendido. Cada día hacía el mismo recorrido para ir al trabajo y horas más tarde lo repetía a la inversa para regresar a casa de nuevo y, sin embargo, no recordaba haber visto nunca aquella cafetería. Era como si se hubiese creado de la nada esa misma mañana. Leí el letrero que adornaba el frontal de la puerta:“El rincón de las tertulias”. Bonito nombre, pensé, para venir realmente acompañado. Entré. Era un local pequeño y de ambiente acogedor. Olía a nuevo y eso me gustó. A pesar de no haber mucha gente, tan sólo quedaba una mesa libre. Me senté y dejé que el camarero retirara el servicio de quien había desayunado allí antes que yo. Reparé en una servilleta de papel algo arrugada, pero que llevaba algo escrito.
-Perdone un momento -dije
mientras tomaba aquel trozo de papel que el camarero ya había tirado a una
papelera junto a mi mesa.
Me miró algo
sorprendido, pero no dijo nada; tan sólo me preguntó qué tomaría y yo me dejé
seducir por la invitación a desayunar el especial de la casa: tostadas con
jamón, zumo de arándanos y café.
Me había sentido ridículo ante
mi comportamiento, pero como tenía la vieja costumbre de escribir anotaciones
en cualquier trozo de papel, no pude resistir la tentación de averiguar qué
había allí escrito. Lo desarrugué con cuidado y lo leí: “Tal vez existes
en algún lado y aunque puede que jamás nos encontremos, yo sé que eres para mí.
Inés de Ujía”. Aquella caligrafía era perfecta. Lo primero que pensé
era que se trataría de alguna cita de alguna escritora famosa. Y fue tanta mi
curiosidad que traté de buscar información de la misma a través de la red, sin
resultado alguno. Y como es natural me olvidé de aquella cuestión.
A la mañana siguiente, justo al
pasar por la misma cafetería, una corazonada vino a mi cabeza y entré de nuevo.
Tuve que esperar un rato hasta que la pareja que ocupaba la misma mesa del día
anterior se marchara para así poder sentarme junto a la papelera. Con bastante
disimulo miré hacia el interior de aquel metálico recipiente. Disimulo que
perdí rápidamente cuando adiviné la existencia de otra servilleta igualmente
escrita. Me apresuré a cogerla, justo en el momento en que el camarero se había
aproximado hasta mí para que realizara el pedido. Muerto de la vergüenza le
pedí un café con leche y un dulce. Cuando se hubo retirado y pude cerciorarme
de que ya no volvía la cabeza mirándome como a un loco, volví a repetir el
proceso del día anterior y desarrugué cuidadosamente la servilleta. “Me
gustaría poder parar el tiempo en el mismo instante en que te imaginé y así,
teniéndote entre mis brazos, cubrirte a besos. Inés de Ujía”.
¿A quién irían dirigidas
aquellas frases? ¿Serían de verdad o tal vez sólo serían el resultado de jugar
con unas palabras para escribir un texto bonito? Y sobre todo, ¿quién sería esa
tal Inés y por qué llevaba a cabo aquel ritual de escribir sobre una servilleta
y después tirarla a la basura? Día tras día volvía a aquel lugar y tomaba una
nueva servilleta escrita del fondo de la papelera. Una nueva frase y la misma
firma de siempre: Inés de Ujía. Por las tardes me acercaba hasta el parque y
sentado en un banco repasaba cada una de aquellas palabras. Sin saber cómo, me
había terminado por involucrar en la historia de una desconocida que escribía a
un amor que yo no sabía si existía o que, cuanto menos, resultaba inaccesible
para ella. Imaginaba cómo sería Inés; tal vez, alta, rubia, joven,....o tal vez
no. Había preguntado al camarero, pero siempre me decía que él no tenía tiempo
para hacerme averiguaciones sobre clientes.
Una tarde, de camino al parque,
tuve necesidad de pasar a una farmacia a por un calmante para aliviar un
incipiente dolor de cabeza. Al salir de allí, mis ojos no daban crédito a lo
que veían. Justo enfrente de mí, había una tienda de ropa infantil con un
rótulo en el que, en letras grandes, podía leerse: “Inés de Ujía, Moda
infantil”. Me aproximé hasta el escaparate y observé el interior de la
tienda. No se veía a nadie. Los nervios se adueñaron de mí y no me atrevía a
entrar. ¿Quién era yo para venir a preguntar por unas frases que no me
incumbían y que además habían sido tiradas a la papelera? Decidí marcharme,
pero algo en mi interior me lo impidió y terminé entrando en aquel comercio.
Una campanilla dorada, hábilmente situada sobre el extremo de la puerta, avisó
de mi llegada.
-Enseguida le atiendo –se
escuchó desde atrás de una puerta en lo que supuse sería la trastienda.
Me entretuve en
contemplar el orden con que todo estaba colocado, la delicadeza de los colores
con que los fabricantes casaban su ropa con la inocencia de los niños que la
llevarían puesta, los pequeños juguetes de madera con que de manera elegante
estaban adornados los rincones muertos de aquel pequeño espacio y, sobre todo,
el olor a ropa nueva; un olor que desde niño me había cautivado y que me
devolvió a la niñez.
-¿En qué
puedo ayudarle? –sonaron suaves unas palabras junto a mí.
-Buenas
tardes, yo.....yo.... –no me lo podía creer; estaba balbuceando sin acertar
a hablar.
Frente a mí
descubrí a una mujer en el primer inicio de la madurez, no muy alta, morena, de
delicada figura y con unos enormes y brillantes ojos color café en los que me
vi reflejado.
-¿Viene
buscando algo en concreto? Tenga por seguro que aquí encontrará casi todo lo
que busque y al mejor precio –dijo con buenas dotes de vendedora.
-No......bueno,
sí. Busco algo. Aunque no es precisamente una prenda de ropa infantil. Mis
hijos ya son bastante mayores –la noté sorprendida con mi respuesta-. Quería
hablar con usted de unas letras....
-Pero......
–sus ojos bajaban hacia aquellas servilletas recogidas por mí y que ahora tenía
entre sus manos y subían de nuevo hacía mí.
-Perdóneme, sé que esto puede ser una intromisión en su
vida, pero un día descubrí uno de esos papeles, luego otro y todos ellos han
provocado un remolino en mi cabeza haciendo usar mi imaginación. No debí haber
venido....
-Es largo de
contar –se volvió dándome la espalda y dobló hábilmente las prendas que
había traído con ella de la trastienda.
-No tengo prisa. Me gustaría escuchar qué historia
encierran esas palabras.
Miró su reloj y
vio que era hora de cerrar. Me propuso dar un paseo. Accedí y la esperé en la
calle mientras ella recogía su abrigo y bolso y cerraba la tienda. Sin apenas
hablar, iniciamos la marcha calle abajo en dirección al parque.
-¿Cree usted en el amor, señor.....?
- Martín, me
llamo Martín.
-Bonito nombre. Mis padres decidieron que yo debía
llamarme Inés por la simple y llana razón de haber nacido un 21 de enero de....
-No hace
falta que me diga el año –la interrumpí-. Aún se ve que es joven.
-No –aclaró-
no era eso. Iba a decir que nací un 21 de enero de forma casual. No me
esperaban tan pronto, pero yo ya tenía ganas de venir a este mundo. Y tengo 39
años; jamás he tenido problema para decir mi edad. Pero... yo hablo mucho y aún
no me has dicho tu respuesta.
-¿Qué si creo
en el amor? –vacilé por unos momentos- Tal vez.... El amor es
tremendamente complicado de entender. Es más, posiblemente sea él quien nos entiende
a nosotros y nos maneja a su antojo. ¿Tiene usted un amor incomprendido?
La vi reír con
gana mientras se sentaba en un banco resguardándose del aire que se había
levantado en ese momento. No entendía bien aquella risa, pero bien es cierto
que supo contagiarme.
-Primero me
dices que soy joven y después sigues empeñado en tratarme de usted. Puedes
tutearme. Además para hablar de estos temas es mucho mejor utilizar un lenguaje
más cercano, ¿no crees?
Sonreí y me senté a su lado. Desde luego aquellas eran las piernas más
bonitas que había visto en mi vida. Una perfección digna del más afamado de los
escultores: la naturaleza.
-¿Tú nunca
has escrito frases de amor?
-Muchas.....
Cada día – respondí-. Soy escritor. Ese es mi oficio; escribir frases
que casen con otras frases.
-Ahora entiendo tu interés. Quieres conocer mi historia
para tener algo nuevo que contar.
-No, esto es distinto. Simplemente me intrigó saber quién
podía ser ese hombre al que escribes esas palabras tan profundas y al que, tras
conocerte físicamente, no entiendo cómo puede no hacerte caso.
-Estás
equivocado. Sí me hace caso. Está siempre conmigo.
-Entonces, sí
que no lo entiendo.
-El mío es un amor que me acompaña todos los días desde
hace muchos años sin separarse ni un instante de mi cabeza.
-Un
amor........¿ausente?
-Un amor
infinito.
-¿Cuánto de infinito puede ser un amor que no existe?
-¿Y por qué te empeñas en sostener que no existe? El mío
tiene los ojos marrones como yo, el pelo fuerte y siempre bien peinado, un
lunar en la espalda muy parecido también al mío y le encanta abrazarme y
llenarme de besos. Y entonces yo...... sencillamente me muero.
Se levantó del banco y yo
la seguí. Paseamos por entre los caminos del parque que formaban un laberinto
caprichoso alrededor de árboles centenarios, algunos de los cuales acariciaban
con sus ramas el suelo.
-Y, ¿dónde está
ahora tu amor? -pregunté bastante decidido.
Un niño que corría absorto en sus juegos se tropezó con ella. Pude
comprobar el cariño con el que ella le acarició el pelo antes de que éste se
marchase de nuevo a retomar sus juegos y cómo algunas lágrimas habían brotado
de sus ojos y corrían tímidas por su rostro. Entonces lo entendí todo. Su amor
era un niño, un niño que nunca había tenido y al que sin duda extrañaba. Su forma
de mirarme lo corroboró todo.
-El tuyo es un amor......
-Sí.......un amor imaginario –replicó ella terminando mi frase-. Uno de esos amores que a diario
nacen y mueren en el corazón de millones de personas sin haber visto la luz del
sol, pero que son tan intensos como los amores verdaderos.
Icarina
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