Se sentó en un banco y abrió su maleta. En aquel viejo
utensilio de cartón, destartalado ya de tantos viajes, no guardaba nada que
realmente tuviera valor. Sin embargo, poco a poco fue sacando lo que allí
había, dejándolo ordenadamente a su lado en el banco. Y lo hizo con la
delicadeza de quien tiene aún la manos suaves. En primer lugar, un viejo y roto
reloj que agitó con vehemencia como si con ello fuera a conseguir que volviera
al monótono tic-tac que en otros tiempo tenía. Después, un cuaderno con las cubiertas
envueltas en papel de periódico; ese detalle lo aprendió de su padre para que
así -decía él con su voz ronca- durasen toda la vida. Lo hojeó. Había mil cosas
escritas en él. Cosas que ella sabía y aun así se entretuvo en algunos de los
renglones, riendo a carcajada limpia de las ocurrencias plasmadas en forma de
letras.
En cuanto recuperó la formalidad,
prosiguió con su tarea. A continuación vinieron un buen puñado de pétalos de
flores de todos los colores. Era cierto que ya estaban marchitos. E incluso
habían perdido su olor. Pero aún así, ella juntó ambas manos y las acercó hasta
su nariz. Cerró los ojos e imaginó la fragancia de cada una de ellas y de todas
a la vez. "Esto podía ser el arco iris de los olores. ¿Cómo no se le habría
ocurrido antes a nadie aquella idea?" se dijo en voz baja. Pero sin duda a
lo que más cariño de todo le tenía era a la pequeña botella transparente que a
continuación debía sacar. Estaba llena a rebosar de unas saladas gotas
cristalinas. Sí, eran lágrimas. Y las había de tristeza, de rabia, de
felicidad. Y también alguna que otra de esas que brotan cuando ríes tanto que
el cuerpo necesita desahogarse de alguna manera para poder dejar hueco a nuevas
risas.
Y por último, en el rincón más
olvidado de aquella maleta, ya solo quedaba un gastado lápiz de madera. El de
escribir las historias importantes. El de acariciar el blanco papel con trazos
imborrables. El que inventaba las palabras oportunas, aunque a veces se dijeran
a destiempo o llegaran antes de terminar de escribirse. Ese era el que buscaba
cuando se sentó. Lo necesitaba, pues aquellos suspiros que había escuchado en
aquel cuerpo que habitaba, la habían puesto en guardia. Estaba segura que el
corazón de su dueño de nuevo se había despertado y ella, a la que todos
llamaban ilusión, le correspondía hacer que siguiera latiendo. Y así, al juntar
los pétalos con las lágrimas tendría mil colores donde impregnar el lápiz con
el que volvería a escribir una historia de amor entre las hojas del cuaderno de
tapas de periódico, mientras el viejo y caduco reloj vehementemente quisiera
seguir marcando el tiempo de unos nuevos latidos de amor.