El
silencio era insoportable. Aquel lugar parecía el vacío, la nada. Tan solo a
ratos ese silencio era roto por un grito desgarrador que poco a poco se iba
ahogando en su propio llanto, hasta quedar convertido en un casi inaudible
gemido. Miré a mi compañera y vi en sus ojos la angustia con que se visten las
primeras veces. Le dije que fuera tras de mí, a unos cinco o seis pasos de
distancia. No me obedeció; y yo podía sentir en mi nuca su respiración entrecortada.
No se lo recriminé. A la mierda el protocolo; ese invento de quien, sentado
plácidamente en su sillón de piel, inventa las realidades a su gusto para dar a
menudo órdenes totalmente irreales.
Avanzamos
orientándonos por los escasos sonidos que a veces se dejaban oír y que, en
diversas ocasiones, confundíamos con los latidos de nuestro propio corazón;
crecientes y arrítmicos.
-¿Tú
tienes miedo? –escuché tras de mí.
-¿Miedo?
No, nunca. ¿Por qué habría de tenerlo? –mentí con tanta convicción que hasta yo
creí lo que acababa de decir.
-A mí
me gustaría no tenerlo –replicó ella-. Cada día me prometo que voy a hacer lo
posible y lo imposible, pero cuando llega la hora de la verdad vuelvo a temblar
como una niña indefensa.
-No
sufras –volví a mentir-. El tiempo sabe tocar los hilos de nuestro cuerpo para
ir haciéndonos más seguros.
Un
nuevo grito nos situó frente a una puerta metálica llena de óxido por todos sus
rincones. No me hizo falta mirar hacia atrás para saber que no estábamos solos.
Hay detalles que en poco tiempo aprendes a adivinar. Empujé la puerta con
decisión y entramos tratando de hacernos dueños de una situación que no
conocíamos. El ambiente irrespirable de aquella habitación se unía a la escasa
luz que aportaba una inerte bombilla de muy baja potencia. En un lateral
pudimos ver a una niña de corta edad, semidesnuda y aterrada. Detrás suyo y
oprimiéndole el cuello con un cuchillo, se quería esconder un hombre de aspecto
enloquecido. No hacía falta que explicaran que eran padre e hija. Eran dos
gotas de agua, nacida la una de la otra. Esas copias exactas que sólo la
naturaleza sabe hacer.
-Suelta
ese cuchillo y deja que la niña venga hacia aquí. Todo ha acabado ya –nuevamente estaba mientido y lo hacía con la misma convicción que antes. Pero esta vez, ¿quién se creía mis palabras? Aquello posiblemente no había
hecho más que comenzar.
La
frialdad que había en la mirada de aquel hombre era para mí razón suficiente
para mantener mi arma apuntando firmemente a su entrecejo. No sé cuánto tiempo
trascurrió; seguro que no fueron más de dos o tres minutos, pero en mi interior
habían pasado mil años. Se adueñaron de mi pensamiento otras imágenes que
van quedando suspendidas esperando una respuesta que nunca habrá de llegar.
Apartó su mirada y dejó caer el cuchillo al suelo. Aquellos que yo había
sentido sin haberlos visto cayeron sobre él rápidamente. La niña corrió
tambaleante y se abrazó a la cintura de mi compañera. Miré a ambas. En los ojos
de ésta descubrí el callado color del miedo y en los de aquella, en su corta
edad, el inolvidable sabor del terror.
Camino
de casa invité a mi compañera a un café.
-No, gracias.
Jamás me perdonaré si mancho el instante de un café con estos sentimientos que
ahora me inundan –rehusó ella-. Tal vez, mañana.
-Sí, tal vez mejor mañana -y esta vez ya no mentí.
Icarina
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