Había dejado
olvidado mi cuaderno de notas en el coche cuando vino a mi cabeza una idea que
al principio me había parecido magnífica para escribir un cuento. Trataría
sobre el desamor que sentían dos ancianos, abandonados a su suerte por
sus hijos, y que todos los días cruzaban el mismo paso de peatones a la misma
hora. Hacía tiempo que se habían fijado el uno en el otro, pero nunca se habían
dirigido la palabra. Una mañana Estanislao, que así se llamaba el anciano, se
vistió con un bonito traje que guardaba para las ocasiones más solemnes y se
dirigió hacia el cruce, decidido a entablar conversación con la misteriosa
dama.
Llegó al lugar
algo temprano, por lo que decidió sentarse en un banco y esperar. No habían
pasado ni cinco minutos cuando la vio aparecer acercándose por la acera. Se
levantó en medio de mil achaques, se ajustó la corbata y los botones de la
americana de pana verde y se dirigió al final de la acera acompasando su
caminar para coincidir con ella en el preciso momento del cruce.
-Buenos días-
balbuceó casi con miedo.
-Sean buenos-
respondió ella sin que pareciera sorprendida, sino más bien dejando entrever
cierta sonrisa en su expresión.
-Hace buen
día hoy- prosiguió Estanislao con más decisión.
-Sí. Ya
parece que se aproxima el buen tiempo.
Sin ni siquiera
preguntarle si podía acompañarla, Estanislao caminó junto a ella prosiguiendo
con una prédica de frases premeditadas durante toda la noche y a las que ella
contestaba de forma escueta. Al llegar al
Boulevar Sur, Enriqueta, que ya le había dicho su nombre, se cogió de su brazo
con total naturalidad aprovechando el mal estado de la acera. Ahora la
sonrisa pícara se había adueñado de Estanislao. Caminaron juntos hablando y
riendo hasta el final de la Tercera Avenida. Al llegar allí, Enriqueta se soltó
de su brazo y recuperando la seriedad se colocó bien el abrigo, cerrándose
hasta el último botón.
-No podemos
seguir del brazo, si nos ve mi marido se enfadará mucho.
-¿Tu marido?-
La cada de sorpresa de Estanislao era mayúscula.
-Yo fui mujer
con Federico y sólo a Federico me he de entregar.
Enriqueta no
habló más. Apuró el paso y se adentró entre los sombríos paseos del cementerio.
Estanislao la siguió unos metros más atrás. La vio aproximarse a una
lápida de granito oscuro y sentarse sobre ella. Unos minutos después reanudó su
marcha. Estanislao se aproximó hasta la tumba y leyó el nombre del infortunado
“Federico Alcácer Torrente”
-¡Ay
Federico, Federico! –sus palabras apenas perceptibles se acompasaban a una
sonrisa lacónica- No serás tú quien venga a robarme ahora el amor de mi
vida.
Sin decir nada,
se aproximó a Enriqueta que no había dejado de caminar y la tomó del brazo. Ahora parecía que los dos querían callar.
-Han abierto
una cafetería nueva por aquí cerca. ¿Te apetece un café bien caliente?
-Perfecto,…
Hace algo de fresco y me gusta el café. Pero descafeinado, que si no luego me
altera el sueño- Enriqueta lo miró como indecisa- ¿Tienes hijos?
-¿Hijos? A
sí, te refieres a esos dos que crié y que como ya no me necesitan sólo vienen
por casa al comienzo de cada mes para que suelte la paga a mis nietos. Pues
como si no los tuviera. ¿Y tú?
-Me has
quitado las palabras de la boca. Yo tengo sólo uno.
-Por cierto,
¿no me has dicho tu nombre?
-Me llamo
Estan… -carraspeó acordándose de las palabras de Enriqueta- Federico.
Sí, me llamo Federico.
-¡Qué pícaro
has sido, truhán! Llévame a tu casa que ya no estamos para perder el tiempo.
Cuando llegué al coche me acordé que ahora eran las llaves lo que había olvidado. ¡Qué cabeza la mía! Sonreí y decidí
que no anotaría nada en mi libreta. Tal vez ellos, aquellos ancianos a los que yo había dado vida en mi imaginación, necesitaban su propia
intimidad y no debía ser yo quien rompiera la magia que ellos habían sabido crear en mi sueño. Tal vez mañana volverá a nacer en mí la imaginación para escribir; tal vez...
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