Aquella sombra no parecía la
misma de cualquier otro día. Su carácter alegre y juvenil, se había evaporado
de golpe, como por arte de magia. Era evidente que estaba nerviosa. Se había
levantado de la cama al menos tres veces en el último minuto, se había asomado
a la ventana y, sin decir palabra, había vuelto a acostarse. Se arropaba y se
destapaba continuamente con una sábana de hilo delicadamente bordada por su
madre como parte del ajuar de la dote. Algo sucedía a su alrededor que ella no
era capaz de entender.
Se levantó de nuevo, peinó los bordes
de su azulada silueta y, echándose un echarpe por encima de los hombros, salió
al jardín. Se sentó en un viejo banco de madera que confrontaba a la fachada de
la casa y comenzó a observarlo todo con sumo detenimiento. Miraba a un lado,
luego al frente, después al otro. Presentía que faltaba algo; pero, ¿qué?
Cansada de no entender aquella realidad
que la estaba volviendo loca, abandonó su mirada en el horizonte y se extrañó
de no ver al sol luciendo sus mejores galas como era de costumbre en cada
amanecer primaveral. En su lugar, una luna enseñoreada daba lustre a su
redondeada figura con las finas púas de un peine de plata que cubrían de luz su
delicada silueta.
¿Dónde está el sol que me hace nacer
en sus madrugadas? se preguntaba inquieta,
mientras comprobaba cómo los árboles, los pájaros e incluso las frágiles
mariposas permanecían boquiabiertos ante la oscura majestuosidad que había
traído la dama de la noche. Y allá, en el mirador desde el que cada noche se
despedían, estaba su yo. También permanecía inerte, absorto, mirando al cielo a
través de aquel tubo alargado y negro que usaba en las noches de insomnio para
contemplar las estrellas. Quiso correr hasta él, pero se sentía atada a la
oscuridad. Todos sus intentos eran vanos y sólo consiguió que unas lágrimas
cristalinas brotaran de sus ojos.
Cansada de tanto forcejeo volvió al
banco y miró también a la luna. Y contempló como poco a poco se iba apartando y
dejaba que el sol, primero tímidamente y luego majestuoso, volviera a dar luz,
mientras coqueteaba con galantes requiebros de sus rayos con aquella luna
plateada que había osado cruzar por delante.
“¿Has visto, sombra, ese eclipse? El
firmamento es impresionante” ha oído decir a su
yo. Pero la sombra, más azulada que nunca, no le ha contestado y se ha
limitado, silenciosa como siempre, a abrazarse a su cuerpo y a seguir sus
pasos. Y lo ha hecho sonriendo, pues bien sabía que no habrá luna alguna que le
pueda robar a su yo.
Ohhh, ¡qué bonito!
ResponderEliminarGracias!!!
EliminarCon las finas puas de un peine plata...acicalo, atuso, ondulo y cardo las fibras de tu espiritu. Forman una bella trenza.
ResponderEliminarQuiso correr hasta él, pero se sentía atada a la oscuridad. Todos sus intentos eran vanos y sólo consiguió que unas lágrimas cristalinas brotaran de sus ojos.
ResponderEliminarLágrimas que dejan surcos en las mejillas que al pasar el tiempo caen y se tornan sonrisas. Gracias por tus letras.
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