Afuera llovía y las gotas precipitadas desde el cielo
discurrían salvajes por el cristal de la ventana, uniéndose a otras para crear
cristalinos ríos que deformaban la realidad exterior hasta llegar al alféizar
de la ventana. Una vez allí se volvían pausadas, conformando diminutos charcos
en los que perdían la noción del tiempo, para instantes después, y empujadas
por torrentes de gotas nuevas, proseguir su viaje hasta morir definitivamente
en el suelo. Yo, desde el otro lado de la ventana, y como queriendo romper la
barrera que me separaba de ellas, las seguía con el dedo en sus serpenteantes
viajes. Había venido hasta el salón auxiliar para aislarme un poco del agobio
que estaba produciendo en mí tantos comensales como habían acudido a la boda de
mi hermana mayor. Y tan absorto estaba en estos juegos que no me percaté que ya
no estaba solo.
-¿Recuerdas
cuando de niños corríamos bajo la lluvia y llegábamos a tu casa totalmente
empapados? Tu madre te recriminaba que hubieras permitido que me mojara y tú no
encontrabas las palabras adecuadas para defenderte. Yo, entre risas, te daba un
beso –escuché a
mi espalda.
Antes de
volverme cerré un instante los ojos y recordé las veces que había soñado con
aquella voz en los últimos años y ahora...ahora susurraba cerca de mi. Marie se
acercó también a la ventana e imitó mis movimientos anteriores, siguiendo con
un dedo el curso de una gota de lluvia.
-Me alegra mucho que hayas vuelto aunque sea sólo por un
día. ¿Cuántos años hace ya que te marchaste? ¿Son ya quince años los que llevas
casada? –dije casi tartamudeando como cuando era pequeño.
-Sí, quince años ya. ¡Cómo pasa el tiempo! Y si al menos
hubieran merecido la pena.... –había bajado la cabeza y jugaba ahora a entrelazar sus dedos- Tú
no me has contestado aún a mi pregunta.
-Sabes bien que sí me acuerdo. No he olvidado ninguno de
los momentos que pasé contigo. Ni he podido olvidarte a ti. Tal vez pienses que
estoy loco, pero a menudo hablo solo y digo tu nombre.
Hacía fresco en la habitación; en la chimenea apenas había
unas ascuas. Me acerqué y añadí algo más de leña. El fuego se avivó y
rápidamente se escuchó el crepitar de las ramas más secas que comenzaban a ser
devoradas por la vorágine de unas llamas multicolor.
Pese a que no tenía en los ojos el brillo de otras épocas,
Marie volvió a parecerme encantadora. El vestido de seda que había elegido para
la ocasión parecía una segunda piel en su cuerpo, resaltando su silueta. Esta
vez no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de besarla. Era lo único
que tendría de ella: sus labios. Me acerqué y dejé que mis manos se fundieran
en su cintura. Por un momento me pareció ver en ella la picardía de cuando era
niña.
-Marie, yo...nunca te dije que.... –se había iniciado
en mi interior una enorme batalla por acertar a robarle el beso y que, a su
vez, no trascendiera el enorme nerviosismo que me invadía.
-Calla, no digas nada –con uno de sus dedos selló mis
labios-. Tenemos la peligrosa costumbre de cambiar el destino cada vez que
hablamos. Somos libres y nos encerramos en la cárcel de unas palabras que, a
veces, hablan más que nosotros mismos.
La besé. Había besado a otras mujeres, pero aquellos labios
me supieron deliciosos. La vi cerrar los ojos y dejarse hacer. Mis manos torpes
desprendieron uno a uno cada botón de su vestido. Despacio, recreándome en un
tiempo que sólo podía ser mío, aparté aquella tela de sus hombros y el vestido
se deslizó sin oponer resistencia. Sucumbí a cada suspiro, a cada milímetro de
su piel también de seda. Mis manos iniciaron en sus pechos un ritual que ya no
encontraría fin, tan sólo el del placer fraguado en la imaginación desde años
atrás. El fuego, en aquel día lluvioso, reflejaba en la pared cada cadencioso
movimiento de dos cuerpos que, hechos ya uno sólo, se amaban con pasión.
Desperté totalmente sudoroso e inquieto. Acerqué mi mano
hasta mi frente. Ardía. La fiebre se había adueñado de mí otro día más y me
hacía delirar. Y como siempre, en mis desvaríos la veía a ella; la imaginaba
acercándose a mí, hablándome al oído y entregándome ese cuerpo que jamás sería
mío. Afuera llovía y las gotas precipitadas desde el cielo discurrían salvajes
por el cristal de la ventana, uniéndose a otras para crear cristalinos ríos que
deformaban la realidad exterior hasta llegar al alféizar de la ventana y
después morir irremediablemente en el suelo.
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