Había amanecido
nublado, como casi todos los días en la última semana. Salté de la cama y
esperé al cartero en un ritual que se repetía desde hacía ya mucho tiempo.
Parecía como si mi vida hubiera quedado reducida a esperar a aquel desconocido
uniformado, acelerándoseme el pulso desde el mismo instante en que torcía la
esquina, para volver a mi estado anodino una vez que pasaba de largo, sin
detenerse en mi portal. Pero hoy sí lo había hecho y yo, temblorosa, he bajado
las escaleras, sin quitarme siquiera el pijama. Acababa de recibir una carta
sin remite; pero sabía, sin ninguna duda, que era suya. Hay cosas que una mujer
intuye, cosas que una mujer enamorada es capaz de adivinar. La tomé del buzón y
decidí guardarla junto a mi pecho hasta encontrar el momento más idóneo para
leerla. La tenía tan cerca de mí que a cada instante podía escuchar el latido
de mi corazón golpear contra aquel papel, como si fuera la piel curtida de un
viejo tambor.
Salí sin rumbo fijo,
dejando que el destino eligiera el lugar. Paseé por las calles de aquel París
taciturno que me había acogido cual hija pródiga, hasta convertirme en una de
las gotas de sangre ciudadana que corren por las arterias de sus calles día y
noche. Llegué a la escalinata del Sacré Coeur y me senté en ellas. A mi
alrededor había mucha gente: paseantes, viajeros, pintores bohemios abrigados
con bufandas y gorros de lana que les distinguía del resto de los mortales....
aunque yo no los veía a ninguno de ellos. Aquella carta absorbía mi atención.
Mis ojos, ya
marchitos, se abrían al máximo y escudriñaban aquellas líneas torpemente
manuscritas que hablaban de amor con un sentimiento contenido por aquellos años
quizá perdidos. Me detenía en cada coma, en cada punto; leyéndola y releyéndola
despacio; saboreándola. Y entre tanto, tomaba breves sorbos de un aire frío que
apenas si quería llegar a mis pulmones cuando era rápidamente exhalado en un
profundo suspiro. No quería que acabasen nunca aquellas letras que dibujaban mi
cielo con los colores de un amor condenado tal vez a no existir nunca en la
realidad, pues en mi cabeza ya había tomado forma y crecía envolviéndose de
besos y caricias.
Aquellos líneas me
hablaban de una guerra lejana que había abierto infinitas heridas, que había
cambiado el destino de muchas almas jóvenes, que había destruido tantos sueños
como vidas; una guerra que nos llevó a él y a mí por caminos cada vez más
lejanos. Me decía cómo había consumido sus días en retenerme en sus pupilas,
pues sólo así tendría fuerza para buscarme. Que hacía años me encontró. Y que
no fue capaz de acercarse. Cada día me veía cuando iba o venía de trabajar,
cuando leía asomada al balcón de mi casa o cuando paseaba con las manos en los
bolsillos y la mirada baja por las tristes calles parisinas. Y de mis ojos
salió una lágrima que hiriente surcó mi rostro para perderse en la comisura de
mis labios. Debieron ser muchas más las que la siguieran cuando arrugué aquel
maldito papel y lo tiré lejos de mí.
De pronto sentí una
mano sobre mi hombro.
-¡Germán, amor
mío! ¡Qué larga se me ha hecho esta espera!
-Perdón, madame,...
- musitó una voz desconocida -¿Cómo dice…?
Giré el rostro y
tras de mí estaba un joven bohemio, triste aspirante a pintor.
-Perdón, creí
que...
-Creo que esto es
suyo- Y me ofreció aquel papel que él mismo se había ocupado tímidamente de
arreglar.
-No es mío-
Me levanté y salí corriendo.
-Madame…
-Maldita sea,
¿qué quieres?.... Lo tiraré a una papelera, si es eso lo que te ha molestado.
-No me ha
molestado nada. Creo que le pertenece, al igual que esto…
Abrió una gran
carpeta y me entregó un dibujo a carboncillo. Era yo hacía años. Me quedé
atónita. Uno tras otro me fue entregando más dibujos; uno por cada domingo de
los últimos quince años.
-Pero…
-Hay más, madame.
Tenga...
En cada uno de
aquellos bocetos la mujer dibujada era yo. En algunos estaba trabajando,
asomada al balcón o sentada en el parque, pero no había duda que era yo.
-Él me contrató
para que la dibujara, madame. Me dijo que así podría tenerla siempre cerca.
También me dijo que cuando ya no estuviera que hiciera lo posible y lo
imposible por entregárselos. Ahora son suyos.
Los apreté junto a
mi pecho y lloré amargamente.
-Tranquilícese,
madame, ¿por qué llora?
-Cuestión de
amores, hijo, cuestión de amores.
He llegado vía Twitter^^
ResponderEliminarUn placer leerte, ha sido todo un gusto dar con tu blog.
Te invito al mío, si gustas.
Un besito.