La tarde se había vuelto
gris. La intensa lluvia caída durante toda la mañana había hecho refrescar el
ambiente y se agradecía el calor de aquella sencilla y acogedora alcoba.
Dejé encendida una
pequeña lámpara situada en el rincón, manteniendo así una tenue iluminación que
dibujaba por doquier enigmáticos contrastes de luces y sombras. Recostado en el
sillón, no podía, o quizá mejor no quería, dejar de mirarla y, mientras apuraba
una copa de brandy, la observaba dormir mostrando ante mis ojos la hermosura de
su cuerpo desnudo.
El dorado tono de su
piel contrastaba con el rubio teñido de su cabello y éste a su vez hacía de
contrapunto con el oscuro vello de su pubis. Me entretenía así en admirar cada
centímetro de su cuerpo, el mismo que momentos antes había poseído con una
mezcla de sentimientos que conjugaban por un lado los mismos miedos de quien
hace el amor por primera vez y por otro los anhelos de que esos momentos no
terminaran nunca. Estaba teniendo su cuerpo por primera vez, pero también por última.
Tal como ella me
pidiera, habíamos hecho el amor con los ojos cerrados y en silencio. Un
silencio que yo ahora tampoco quería romper y que me ayudaba a recordarlo todo:
el aroma de su feminidad, la suavidad de sus senos, la perfección de sus curvas,
el enigma de sus rincones y sobre todo el armonioso cimbreo de su cuerpo sobre
el mío haciéndome derramar la semilla de la vida en sus entrañas. Todo. Lo
recordaba todo y romper la magia de ese momento sería un sacrilegio.
¡Qué guapa está Judith!.
Estas palabras retumbaron en mi cabeza devolviéndome a la realidad. Aún
aturdido, miré a mi alrededor. El festival estaba en pleno apogeo y mi
acompañante hacía comentarios sobre el vestido de la bailarina principal de
aquel odioso espectáculo, pero yo no le prestaba atención, simplemente vagaba
con la vista entre la gente buscándola. Y allí estaba ella, conversando con
otras personas. La miraba. Ella se sabía observada y también me dedicaba
enigmáticas y fugaces miradas, obligándome a bajar la vista por la timidez de
saberme sorprendido.
Salí fuera y,
acercándome al enorme ventanal, encendí un cigarrillo. Sentía que necesitaba
reflexionar, pero ¿sobre qué?, ¿sobre mí?, ¿sobre ella?. Después de tanto
tiempo con esos juegos de miradas desconocía hasta su nombre, pero no me
extrañó pues no me conocía ni a mí mismo. Aunque, tal vez, ese podía ser el reto que mañana llamase a mi puerta al despertar.
Observé el cigarro consumirse.
Un escalofrío sacudió mi cuerpo. No sólo el cigarro, es nuestra vida la que
irremediablemente se esfuma ante nosotros. Volví a vagar con la mirada, pero
esta vez a través del ventanal buscando perderme en el horizonte sabiendo, como
el gran poeta, que los sueños sólo sueños son. O tal vez... no.
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