Un día,
mientras estaba en mi cafetería preferida tratando de dar sentido a un montón
de letras que tenía a medio camino entre mi cabeza y un papel, se me acercó
una niña pequeña y, sin decir nada, se
quedó en pie junto a mí viéndome escribir. Yo le sonreí y seguí ajetreado con
mi tarea. A diferencia de otras ocasiones, esa mañana no me estaba resultando
demasiado fácil plasmar entre unas líneas todo aquello que quería decir. La
historia a escribir la conocía bien, tal vez demasiado bien. Como sucedía con casi
todas las demás que había escrito, era un fragmento de mi vida. Sin embargo, lo
que la diferenciaba de las demás era que me resultaba difícil sacar su esencia para con ella hacer un relato imaginado. Tal vez me estaba inmiscuyendo en una
parcela demasiado íntima de mi vida que rechazaba verse escrita en otro lugar
que no fuera el propio corazón y éste se oponía a ello con virulencia.
Con un disimulo cada vez
menor, aquella niña no perdía detalle
de todo cuanto yo hacía y de todo cuanto escribía. Había veces en que incluso arqueaba su pequeño y delicado cuerpo para
poder leer aquello que mi mano, el café o alguna sombra se lo impedía.
-Señorita, ¿sabe usted que no
está bien curiosear lo que hacen los demás? –le dije sin poder contener una
sonrisa.
-¿Qué escribes? ¿Y por qué
tachas tanto?
-Estoy tratando de escribir un
cuento y si tacho es porque me equivoco.
-Y si escribes un cuento, ¿por
qué te molesta que lo esté yo leyendo si luego lo van a leer muchas personas?
-Tienes toda la razón. -le contesté-. Haremos
una cosa: cuando lo termine no se lo enseño a nadie hasta que otra vez te vuelva
a ver y seas tú la primera en leerlo. Creo que te lo mereces. ¿Quieres?
Debo entender que le hizo
ilusión porque soltó un sí que seguro lo escuchó toda la ciudad. Al menos sí lo
hicieron los demás clientes de la cafetería, pues todos volvieron la cabeza
hacia mi mesa.
-Cariño....no molestes a ese
señor –se oyó decir a una mujer que, cuatro o cinco mesas más allá, conversaba
entretenida con otras mujeres.
-No mamá, no le estoy
molestando. Le estoy ayudando –contestó la niña sin ni si quiera mirar a su
madre.
-Marta, no digas tonterías. No está bien molestar a
nadie –replicó su madre que ahora sí se había acercado con intención de
llevársela- Perdónela, es muy curiosa y le encanta leer. Como le ha visto
escribir.....
-No se preocupe. No me molesta.
Puede quedarse aquí si quiere a ayudarme –total estaba tan negado que no creía
pudiera terminar de escribir nada.
-¿Qué es eso que pone tu
cuaderno? –me preguntó con voz curiosa.
-¿Esto? Ahí dice “Icarina”. Es
mi pseudónimo.
-¿Tu qué....?
-Mi pseudónimo. Es el nombre
bajo el que me escondo para escribir.
-¿Porqué dices que te escondes
si yo te estoy viendo? Y entonces, ¿cómo te llamas?
No pude contener la risa.
Aquella era la inocencia que yo echaba de menos en nuestro día a día. La
inocencia de los niños que en muchas ocasiones perdemos con mucha rapidez al
hacernos adultos.
-Me llamo Juan. Ese es mi verdadero
nombre.Y el otro, como te digo, es mi pseudónimo; pero es un secreto y no te puedo decir de donde viene.
-Pues el día que acabes de
escribir tu cuento y me lo des pones que lo ha escrito Juan, que a mí ese otro
nombre me suena muy raro y no se lo podré decir a mis amigos.
-Te lo prometo, le pondré el
nombre que tú quieras.
-Ahora me tengo que marchar, mi
mamá y sus amigas ya se han levantado. ¡Adiós! -dijo marchándose con la misma naturalidad con que se había acercado.
Le dije adiós con la mano y me
quedé mirando hasta que desaparecieron por la puerta. Después volví a mi
historia, esa que no quería verse escrita entre los renglones de un papel.